Hacía
más de dos horas, creo que tres, o tres horas y diez minutos, que miraba
al techo sin moverme. Es inmaculadamente blanco y no me gusta, porque
me es imposible descubrir los tanques, las montañas y los dragones
que se dibujaban en el de mi casa; algunas veces era un perro
comiendo y después, un televisor apagado o un árbol. Este techo es monótono,
y por mucho que haga, no logro ver nada, sobre todo con esa lámpara
tan blanca sobre mi cabeza.
Después
de la comida, cuando tenía frente a mí la visión de las terrazas
de los otros edificios, entró María y me tocó la cabeza, como solo
ella sabe hacerlo, que no es una caricia, ni un aviso, ni un golpe;
pero quisiera que siempre tenga algo que decirme para que vuelva
a pasar la mano por mi cabeza.
─
Mañana a las diez estate listo que el doctor te espera ─ me dijo.
A las
nueve y media ya estaba bañado y tenía la ropa limpia y los dientes
limpios y los oídos y entre los dedos de los pies. Esperaba sentado
en el borde de la cama a María. Miraba el reloj que está colgado en la
pared, y eran las nueve y cincuenta, después cincuenta y uno, cincuenta
y dos, y a las cincuenta y siete llegó María, y me tocó-acarició
muy delicadamente. Aunque miré el reloj, no fue ni un minuto,
ni un segundo, porque no le dio tiempo al secundario hacer tic y ya su
mano había bajado y no estaba sobre mi cabeza.
El
doctor no me gusta. Me mira con unos ojos que me dicen: te veo por dentro. Entonces
hago como que no me doy cuenta que me mira por dentro, y
pongo la cara y la parte de adentro y mis ojos como si no vieran los
del doctor arrancándome un pedazo por aquí y otro por allá.
El
doctor me interrumpe y me dice:
─ ¿Qué
tal, cómo está todo?
Arrancó
un pedazo.
─ Muy
bien, gracias─ le respondo, y sonrió.
No
muevo mi boca ni una pestaña; no muevo nada.
─
¿Continúa con las pastillas que le receté?
─ Sí,
doctor.
Imagino
al escaparate delante de mí y yo negándome a tomar la pastilla. Me quito esa idea de la mente porque me da escalofrio.
El
doctor escribe sin parar en la computadora. Sobre el buró, a un lado, está
el mono sentado sobre la calavera, leyendo un libro. Un poco más apartado,
tres monitos; uno se tapa los ojos, el otro la boca, y el tercero
los oídos.
─
¿Quisiera algo? ¿Quiere salir a hacer algún deporte, le gustaría el taller
de arte, qué le gustaría?
─ Mi
laptop.
─ ¿Su
laptop?
No
dije nada más. Él se quedó un instante indeciso.
─
¿Para qué quiere su laptop?
─ Para
escribir.
─ ¿Qué
piensa escribir?
No
sabía qué decirle. De pronto vi cómo le crecían las manos y se convertían
en serpientes húmedas que me miraban y hacían tiiirrr, tiiirrrr.
─ Voy
a escribir un diario.
─ Eso
está bien. Un diario es algo muy bueno.
Entró
a mi estómago y me mordió, pero no grité, ni me estremecí, ni me quejé.
─
Veremos eso después. Tenemos que analizarlo mejor. ¿Algo más que quiera
decirme?
Las
serpientes se acercaban y hacían el mismo ruidito sin parar, tiirrr.
─ No.
Íbamos
de vuelta por los pasillos y el perfume de María también venia con
nosotros, estaba entre ella y yo, y disimuladamente, con la mano izquierda,
lo tocaba. Otras enfermeras se cruzaban con nosotros, pero no me
veían, solo le decían Hi a María y seguían sin verme. Después pasó
uno de los escaparates y creo que sí me descubrió, porque sus ojos entraron
y me dijeron: te veo por dentro, y no le respondí nada. Con los escaparates
hay que andar como si pisara descalzo sobre piedras: dar un paso
aquí, otro un poco más allá, y otro hacia atrás.
Después
tomamos el elevador.
─ ¿Me
dijo el doctor que querías tu laptop?─ preguntó María.
No
supe qué contestarle.
─ Así
que escribes...
Volvió
a hablar después de dos segundos, no, tres segundos.
─ Sí,
algunas veces escribo cosas.
─ ¿Qué
cosas? ¿Poemas, cuentos, novelas?
─
Cosas que se me ocurren.
─ ¡Ah!
Cuando
llegamos al salón todos gritaban. Algunos lo hacían por una jugada
del juego de damas, por un programa de la televisión, otros porque
querían sentarse donde ya había alguien sentado o porque les daba la
gana. Yo dejé de oírlos en uno o dos minutos. Los veía gesticular, mover
los pies, las bocas, los ojos, pero en silencio.
Mi
amigo estaba en un rincón. Me miraba. Miraba el techo, las paredes, la
ventana, a los otros. Me
senté junto a él.
─ Hi ─
lo saludé.
Me
observó un instante. Yo también lo miré, tanteando el muro, buscando un
lugar para pasar del otro lado.
─
María me llevó a ver al doctor. Le pedi mi computadora ─ le dije.
Mi
amigo miró hacia mí, y después al piso y a una silla que tenía cerca.
─ Ella
no se llama María.
─
¿No? ¿Cómo se llama entonces?
─ No
sé. No se llama María.
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