Saturday, August 10, 2013

El mazo

Es una sensación. Un resquemor continuo, jodedor. Una idea que no se me quita de la cabeza. Pero creo que la vida no está de buenas conmigo. Siento que tiene cosas contra mí y que me las hace pagar a cada rato. Estoy casi en el fondo. 
Ya sé cuál será la expresión de algunos cuando lean esto: tú solo no, la mayoría de la gente está pasando por malos momentos, problemas, inseguridades. Ya, de hecho, les doy la razón. Es verdad, casi todos están pasándola mal, tal vez, peor que yo. Pero mi problema no termina o se resuelve cuando descubro que mi vecino pasa por una mala situación. Sigo jodido, apabullado, maltrecho.
Es como si estuviera encerrado en esas máquinas de juego, que tienen un mazo y varios huecos por donde salen unas cabezas ridículas que tienes que golpear antes de que se escondan. Mientras más cabezas logres golpear, más puntos ganas. Saco la cabeza y el mazo está encima de mí. Me escondo. Vuelvo a sacarla por otra abertura y pam, el mazazo.
¿Puedo decir que estoy cansado? Estoy cansado. Quisiera un poco de aire limpio. Poder mirar hacia algún lado y sonreír. Relajar los músculos. Dejar de vigilar el golpe que viene por algún lugar.
Fuimos todos a repartir tarjetas para transportar alumnos cuando comiencen las clases. Cientos de tarjetas. Las dos niñas, Jonathan, Mariana y yo. Entramos  a un barrio nuevo. Lindos apartamentos. Jardines, fuentes. Calles perfectas, olor a hierba recién cortada.  Dejamos tarjeticas en las puertas, en los buzones. Terminamos, ahora nos dirigimos a otro lugar. 
Estas son casas. Todo es feo. Las puertas feas. Conejitos plásticos, viejos adornos de navidad,  flamingos plásticos, vírgenes con flores. Alfombras en las entradas con la palabra Welcome. 
Poníamos las tarjetas insertadas entre el marco y la puerta; fáciles de encontrar. Se abre una puerta. Un hombre en shorts, sin camisa, descalzo. La barriga prominente, peluda. Me mira por unos segundos. Lo miro sorprendido por unos segundos. Le sonrío. El no sonríe. Le muestro la tarjeta. Me dice que no ponga nada en su puerta. Me disculpo, doy media vuelta para dirigirme a la otra casa. Me grita que no quiere verme por allí, que me vaya. No digo nada. Sigo poniendo tarjetas. Sale a la calle. Me grita que si soy sordo.
Terminé.  Paso frente al energúmeno. El teléfono de mi casa, el celular de Mariana y uno de nuestros emails están colgados en la puerta de cada casa de ese barrio. Siento ganas de golpearlo. Imagino esa barriga peluda delante de mí y uno de mis puños hundiéndose en ella. Otro golpe en su cara, patadas en el culo, en los riñones, en los huevos.
Camino hacia mi carro. Ya los muchachos están esperándome. Lo prendo. Afuera la temperatura a 90°, 95°. Dentro, 105°, más.  Sudamos. Suena el teléfono. Qué bien, ya comienzan las llamadas. Escucho a mí mujer hablando.   Es de las oficinas del barrio nuevo, el barrio lindo. No podíamos dejar tarjetas ni ninguna propaganda allí. No podemos entrar más.  El mazo. Lo había olvidado.  Se disculpa, no sabíamos que era prohibido. Disculpe, vuelve a decir.
Rosy protesta. Tiene sed, tiene calor, tiene hambre. Le digo que también tengo hambre, calor, sed. Me dice que no, que es ella la que tiene todo eso.
El teléfono otra vez. Una voz burlesca preguntando si rentamos un efficiency. Más de quinientas personas tienen nuestro teléfono. Alguna de ellas hará el día a nuestra costa. Es el mazo buscándonos. Pongo el aire acondicionado. Es un horno.
Hay un gato muerto en la calle. Tenemos una amiga que se baja del carro y quita los cuerpos muertos de los animales para que no los desbaraten más. Pienso en ella. Ahora pasea por  Turquia con su marido. ¿Con quien habrá dejado los perros y los gatos?
Mi mujer me pide que cuando lleguemos haga una tortilla de papas. Le digo que sí. Soy el tortillero oficial de la casa. Es lo mejor que hago en la cocina. Y los batidos: de mango, de mamey, de papaya, de chocolate.
Necesito seis papas grandes que corto en cuadritos y frío en aceite bien caliente. Una cebolla picada y la sartén con aceite de oliva, (muy  poco)  solo para cubrir las cebollas hasta que se ponen cristalinas.
Trece huevos. A veces uso quince, depende del tamaño de las papas, pero siempre en números impares. Once cucharaditas de sal kosher (la cuchara es minúscula, como de juguete). Bato los huevos y la sal vigorosamente. Saco las papas del aceite y las mezclo con la cebolla y el aceite de oliva. Las amoldo a la sartén. Vierto los huevos. Pongo la hornilla en low. Trato de que todo el líquido pase a la capa de abajo. Después le doy vuelta. Lo pongo unos segundos por la otra cara y vuelta otra vez.
Lista. A la francesa. El huevo todavía algo líquido, suave.


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