Lo imaginé desde el primer momento, pero no quise darme cuenta. Agarré los papeles y frenéticamente me di a la tarea de describir este hospital, la gente que aquí convivimos y lo que hago. No me importó el pequeño resquemor que sentí cuando María me trajo las libretas diciéndome que no podía tener mi laptop. En ese instante lo supe. Pero seguí escribiendo. Leen todo, lo analizan, miden mi grado de locura en las realidades que escribo. Si antes el doctor me hacía preguntas ingenuas para atraparme, ahora lee estos escritos.
No sé cuándo voy a salir de aquí. Ni me lo pregunto. Me da igual salir o quedarme. Afuera o adentro, siempre voy a tener gente escudriñándome, que se creen con la razón, con la verdad.
Hace unos días, o unos meses, no estoy seguro, creo que hace cinco días, entró una mujer que se sentó en el salón frente a la pared y se quedó allí, mirando lo blanco, mientras, casi sin que se notara, se balanceaba hacia delante y hacia atrás. No sé por qué la observé por una hora o por cuarenta y cinco minutos mientras ella se balaceaba hacia delante y hacia detrás, mirando fijamente la pared. No hablaba, no movía la cabeza, yo la observaba, y ella no se daba cuenta de que la miraba y la miraba y la miraba. Uno de los escaparates se le acercó y le dio una pastilla y un vaso de agua. La mujer se lo tragó sin mirarlo y siguió balanceándose. El escaparate se alejó. Cuando pasó cerca de mí me miró a los ojos. Lo dejé entrar un instante para que no viera nada y me dejara tranquilo.
Me tocó la consulta con el doctor. El doctor se siente que cuando me mira sabe todo de mí. Cuando yo lo miro no veo más nada que a un doctor que se queda mirándome. No deja de escribir en su computadora. No deja que yo escriba en mi computadora. Esas son las cosas que hace que cuando me observa, lo dejo para que vea, y se aburra de ver y no vea más nada que a mí.
Sobre el buró, un poco más alejado que los otros, hay un monito nuevo. Es un mono que no me gusta. Está sentado o echado en una tumbona y lleva un short de playa color rojo y unas gafas de sol y una gorra. En una de las manos, una pequeña botella de cerveza. Lo empujo un poco, y lo dejo de espaldas hacia mí. Cuando levanto los ojos el doctor me observa.
─ Tiene un mono nuevo ─ le digo.
De pronto me sentí como si hubiera hecho algo malo y me agarraban.
─ Sí, ¿no te gusta?
─ No. ¿Usted colecciona monos?
─ No, es mi hija que me los regala. Ella sí los colecciona.
─ Ah.
─ ¿No te gustaría coleccionar algo?
─ No lo sé, doctor, nunca he coleccionado nada.
─ ¿Y por qué no te gusta este mono específicamente?
─ No lo sé
─ ¿Y los otros sí te gustan?
─ Sí, creo que sí me gustan.
─ ¿Me puedes explicar por qué?
─ No lo sé... este de la playa es... no sé.
─ Trata, a ver, ¿qué es?
─ Bueno, es un mono que le gustaría a todo el mundo; a su hija, a usted, a María, a los otros doctores...
El doctor sonrió, se echó hacia atrás en la silla, y casi riendo me dijo:
─ Tienes razón, todo el que lo ha visto, me lo dice. Tienes razón.
─ Entonces, es por eso.
─ ¿Y por qué a ti no te gusta?
─ No sé bien. No sé cómo explicarlo, doctor.
─ ¿No te gusta la playa?
─ Sí, creo que sí me gusta.
─ Pero un mono en la playa no te gusta, ¿no?
─ No me gusta ese.
─ ¿Estás durmiendo bien?
─ Sí.
─ ¿Toda la noche?
Aquí fue el primer mordisco.
─ Si, toda la noche.
─ ¿Te sientes bien, necesitas algo, algo te molesta?
─ Nada, nada.
─ Tienes algunas cosas para escribir como querías... ¿está bien así?
─ Sí, muy bien.
Volví a mi cuarto. Mis libretas estaban en el mismo lugar donde las dejé y el lápiz encima de ella. Al lado derecho tenía doblados un pantalón como todos los pantalones de todos aquí, y dos pulóveres blancos como los de todos aquí. Y en el baño, al lado de mi cepillo de dientes, estaba el tubo de pasta que está por la mitad. Lo agarré y lo exprimí desde el fondo para que la pasta corriera hacia adelante, y lo volví a poner al lado del cepillo. El cepillo en la izquierda, y junto a él, a la derecha, el tubo.
Hace unos días, o unos meses, no estoy seguro, creo que hace cinco días, entró una mujer que se sentó en el salón frente a la pared y se quedó allí, mirando lo blanco, mientras, casi sin que se notara, se balanceaba hacia delante y hacia atrás. No sé por qué la observé por una hora o por cuarenta y cinco minutos mientras ella se balaceaba hacia delante y hacia detrás, mirando fijamente la pared. No hablaba, no movía la cabeza, yo la observaba, y ella no se daba cuenta de que la miraba y la miraba y la miraba. Uno de los escaparates se le acercó y le dio una pastilla y un vaso de agua. La mujer se lo tragó sin mirarlo y siguió balanceándose. El escaparate se alejó. Cuando pasó cerca de mí me miró a los ojos. Lo dejé entrar un instante para que no viera nada y me dejara tranquilo.
Me tocó la consulta con el doctor. El doctor se siente que cuando me mira sabe todo de mí. Cuando yo lo miro no veo más nada que a un doctor que se queda mirándome. No deja de escribir en su computadora. No deja que yo escriba en mi computadora. Esas son las cosas que hace que cuando me observa, lo dejo para que vea, y se aburra de ver y no vea más nada que a mí.
Sobre el buró, un poco más alejado que los otros, hay un monito nuevo. Es un mono que no me gusta. Está sentado o echado en una tumbona y lleva un short de playa color rojo y unas gafas de sol y una gorra. En una de las manos, una pequeña botella de cerveza. Lo empujo un poco, y lo dejo de espaldas hacia mí. Cuando levanto los ojos el doctor me observa.
─ Tiene un mono nuevo ─ le digo.
De pronto me sentí como si hubiera hecho algo malo y me agarraban.
─ Sí, ¿no te gusta?
─ No. ¿Usted colecciona monos?
─ No, es mi hija que me los regala. Ella sí los colecciona.
─ Ah.
─ ¿No te gustaría coleccionar algo?
─ No lo sé, doctor, nunca he coleccionado nada.
─ ¿Y por qué no te gusta este mono específicamente?
─ No lo sé
─ ¿Y los otros sí te gustan?
─ Sí, creo que sí me gustan.
─ ¿Me puedes explicar por qué?
─ No lo sé... este de la playa es... no sé.
─ Trata, a ver, ¿qué es?
─ Bueno, es un mono que le gustaría a todo el mundo; a su hija, a usted, a María, a los otros doctores...
El doctor sonrió, se echó hacia atrás en la silla, y casi riendo me dijo:
─ Tienes razón, todo el que lo ha visto, me lo dice. Tienes razón.
─ Entonces, es por eso.
─ ¿Y por qué a ti no te gusta?
─ No sé bien. No sé cómo explicarlo, doctor.
─ ¿No te gusta la playa?
─ Sí, creo que sí me gusta.
─ Pero un mono en la playa no te gusta, ¿no?
─ No me gusta ese.
─ ¿Estás durmiendo bien?
─ Sí.
─ ¿Toda la noche?
Aquí fue el primer mordisco.
─ Si, toda la noche.
─ ¿Te sientes bien, necesitas algo, algo te molesta?
─ Nada, nada.
─ Tienes algunas cosas para escribir como querías... ¿está bien así?
─ Sí, muy bien.
Volví a mi cuarto. Mis libretas estaban en el mismo lugar donde las dejé y el lápiz encima de ella. Al lado derecho tenía doblados un pantalón como todos los pantalones de todos aquí, y dos pulóveres blancos como los de todos aquí. Y en el baño, al lado de mi cepillo de dientes, estaba el tubo de pasta que está por la mitad. Lo agarré y lo exprimí desde el fondo para que la pasta corriera hacia adelante, y lo volví a poner al lado del cepillo. El cepillo en la izquierda, y junto a él, a la derecha, el tubo.
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