Sunday, March 22, 2015

La feria




Hoy, cuando pasé por allí, ya no estaba. El terreno maltrecho, con la hierba que sólo unos días atrás era verde, perfecta, se había convertido en un solar inhóspito, y, como siempre, me sentí triste.

“Me sentí triste”. ¿No suena cursi? Estando tan cerca de los cincuenta y cuatro años de edad debiera tomar cierta precaución al hablar, porque hacer el ridículo cuando se es joven no tiene la misma trascendencia que cuando ya se es un viejo. A un joven se le perdonan muchas cosas, al viejo, no. Y, como más sabe el diablo por viejo que por diablo, con el tiempo he ido asumiendo pequeñas tácticas para decir lo mismo sin que suene extremadamente ridículo (lo de ponerme triste al ver un terreno en mal estado demuestra que no siempre las tácticas aprendidas dan resultado).
Hace unos años, antes de abrir el blog Palabras, me dio por escribir, o describir, todo lo que veía y sentía de una forma inmediata, casi como un diario. A aquellos escritos los llamaba pequeñas descargas. Los hacia automáticamente, sin preocuparme mucho por la sintaxis, ni por la ortografía, ni por el tono llorón y quejumbroso con el que describía mi vida y mi entorno (siempre en tonos grises, quejumbrosos),e inmediatamente, se los enviaba a varias personas por e-mail. Creía, en aquella época, que a las personas a las que les enviaba mis ideas, mis pequeños dramas del día a día, les interesaban muchísimo, y que por lo mismo, estarían eufóricas por leerme, y esperarían con regocijo, con impaciencia, la llegada de cada descarga. Nunca supe si alguna de ellas leyó algo de lo que les mandaba porque jamás recibí una respuesta, ni una crítica, a favor o en contra, ni siquiera una oración para sugerir que parara de enviar tanta mierda. Solo una de aquellas personas que recibían mis e-mails se sintió alarmada, creyendo que, con tanta melancolía (o melodrama) que exudaban mis escritos, estaría al borde mismo del suicidio. Como esa persona es de la familia, llamó por teléfono varias veces a Mariana para avisarle sobre mi estado depresivo, y sugerirle que me llevara, de urgencia, a un psicólogo.
Pero, la ventaja mayor de ser viejo (si es que alguna ventaja tiene eso) es lograr que no te importen, o no darle una mayor dimensión, a las cosas que verdaderamente no tienen importancia. Y sin darme apenas cuenta, comencé a mirar mi entorno de otra forma, más positivamente, aunque lo que digo suene a esos libros de autoayuda que proliferan por ahí.  Una de las metas que me impuse fue la de no utilizar ciertas palabras que me ayudaban a crear el  tono quejumbroso que poblaba lo que escribía. La palabra alma, patria, tristeza, soledad, (con esta hay que tener mucho cuidado), por solo nombrar algunas, las desterré casi por completo. Y a su vez, agregué otras que anteriormente no utilizaba. Comencé a sentirme más ligero, más a gusto conmigo. La vida seguía siendo una porquería, pero eso ya lo sabemos todos, así que ¿para qué regodearse con lo mismo?    

Entonces, pasé por el terreno donde estuvo la feria y me sentí triste al ver que ya se habían marchado y que todo aquel amasijo de hierros, luces y tráileres desaparecieron. Porque por primera vez, al pensar que tendría que esperar todo un año para que regresara, me pareció tanto tiempo, que creí que no volvería a verla.
La feria me atrae. Mejor dicho: esa pequeña feria, que cada mes de marzo se alza en el terreno que hay detrás de la iglesia de mi barrio, produce en mí una sensación extraña. Es, en el fondo, una sensación malsana, una especie de gusto por lo prohibido, por lo oscuro. Porque no es la supuesta alegría que traen el olor a dulces, a comidas fritas, o la algarabía y las hordas de jóvenes y niños, o la música rock a decibeles imposibles. No son ni siquiera los colores, el movimiento enloquecido, la canción de Serrat, ni la literatura, o un recuerdo antiguo de algo que nunca fue. No es la feria en sí, sino lo que queda de ella en la madrugada, cuando ya no hay visitantes, cuando todo está en calma y los aparatos descansan y no se escucha la música ni se sienten los olores dulzones y aceites quemados. Es, lo que puedo observar al pasar en la madrugada y ver a esos hombres y a esas mujeres que trabajan en la feria, reunidos fuera de los tráileres, fumando, tomando cervezas, drogándose. Es la vida de esa manera, sin raíces, sin nada que los ate a un lugar. Imagino a ese grupo de gente: ¿cuáles serán sus direcciones, qué cuadro nunca colgarán de una pared, por cuál calle no pasarán día tras día, qué ciudad no será su ciudad, en cuál gaveta no guardarán pequeños objetos inútiles que nunca logran desechar? Es, en definitiva, una visión romántica del desarraigo, o lo que yo construyo en mi mente alrededor de ellos. Es, en el fondo, una idea infantil, inconfesable, que tiene algo de magia, de lectura juvenil. Es por todo eso que me he dejado llevar. De eso se trata.

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