Saturday, May 2, 2015

Everglades

                                                            fotos: mariana aguero



Estamos en un parque de los Everglades. El mismo del programa televisivo donde dos tipos (locos de atar), van a cazar cocodrilos a los patios de las personas que, aterrorizadas, piden alejarlos de sus casas.


Hace mucho calor pero me siento bien aún caminando bajo el sol. No me gusta el sol. Si pudiera, cambiaría todas mis actividades a la noche. Es irónico, porque ya, alrededor de las ocho y treinta, mientras veo la novela brasileña pregrabada, cabeceo como un anciano cansado; y cuando llega el fin de semana y no tengo que madrugar para ir al trabajo, me cuesta llegar dormido a las seis de la mañana.


Voy cargando una de las cámaras, más la mochila con los lentes, las baterías y demás trastes que no sé para qué son. Mariana va delante de mí tomando fotos. Cambia de cámara, de posición; apunta al objetivo con un lente que parece una bazooka, se tira al suelo buscando el enfoque adecuado, se arrodilla sobre la hierba húmeda, descubre una pequeña flor, una rama seca, un insecto invisible a mis ojos. Su visión es totalmente fotográfica. Hace unos días, mientras yo iba conduciendo y ella observando hacia afuera por la ventanilla, me dijo que todo se convertía en fotografías dentro de su cabeza, que cualquier cosa que veía, lo imaginaba a través del lente.


Su ropa tiene fango por todos lados. Las mejillas rojas por el sol, el pelo desordenado por el viento. Está felíz. Quiero que esté felíz y me propongo hablar muy poco, seguirla por entre los yerbajos y el lodo; no protestaré por el sudor que me corre por la espalda, ni por el que penetra en los ojos o el que va humedeciendo las axilas; tampoco maldeciré a los mosquitos, y no voy a mostrar el miedo a que tropecemos con cocodrilos o serpientes, con dinosaurios, con tigres; que nos ataquen desde el aire (como terroríficos helicópteros de guerra) libélulas gigantes, o nos destripen manadas de elefantes enfurecidos, o tropezar con un King Kong exudando testosterona, u otras alimañas que repelo y que ella adora. El día de hoy es sólo para ella y quiero que nada lo dañe. Por mi parte, seré todo lo bueno que puedo llegar a ser.


El carro está aparcado entre árboles y sombras. Hubiera preferido quedarme allí mirando Facebook con mi teléfono y escuchando a Pedro Guerra. La verdadera maravilla sería poder vivir en algún lugar apartado de todo, siempre con aire acondicionado, por supuesto (la civilización ante todo, que para Robinson Crusoe está la novela de Defoe), refrigerador y alacena atestados de las comidas que me gustan, con Internet y la laptop, más la tablet para bajar libros, y un televisor de cincuenta y cinco pulgadas, de esos que te vigilan y escuchan lo que hablas y esas cosas (ya desistirán de hacerlo cuándo  comprueben que mi vida es más monótona que la de una ostra debajo de un puente).


Antes soñaba con ciudades inmensas, aceras atestadas de gente, museos, librerías, edificios, smog, taxis, trenes subterráneos, teatros, nieve, asfalto. Ahora sólo quiero estar lo más lejos posible de todo, de todos, que no me llamen, que no me vean, que me olviden, tal vez soñar.


El silencio y la soledad es lo que más me gusta de estos lugares. Mientras caminamos no vemos a nadie, salvo una camioneta al otro lado del lago, junto a una pareja que se apresura a vestirse cuando nos acercamos. Después se van como escapando de nosotros. Aceleran el motor y dejan atrás una nube de polvo que nos envuelve. Imagino que están molestos por nuestra presencia. Lo siento, porque hubiera sido un espectáculo interesante en medio de estos parajes tan aburridos y calientes.


Hace muchos años también nosotros éramos jóvenes y andábamos, sin rumbo fijo, por una carretera en los alrededores de Charleston, South Carolina. Descubrimos un lago rodeado de árboles, más un campo de girasoles y una especie de casucha semiderruida, y nos bajamos a disfrutar del lugar. Aquélla tarde quedó grabada nítidamente en mi memoria. Recuerdo el silencio, el amarillo infinito, el agua transparente y quieta, el aroma a madera podrida y humedad, el aire tibio, y su cara. Recuerdo que estuvimos mucho rato sin pronunciar una palabra, digeriendo todo lo hermoso que nos rodeaba,  suspendidos en ese lugar único, casi mágico, y también recuerdo que allí, en aquél instante, supe que estaríamos siempre juntos, hasta el fin, irremediablemente.


¡Como pasa el tiempo de rápido! Han transcurrido más de veinte años y aún seguimos buscando aventuras, perdidos por las ciudades, en lugares como este en el que estamos hoy, rodeados de pantanos poco confiables, entre bichos que podrían almorzarnos, y con la engañosa ilusión de ir reordenando la vida que pasa, sin apenas darnos cuenta de que envejecemos sin remedio.


Nos adentramos en un trillo que han dejado viejas pisadas. Un poco más allá algunas flores desconocidas: tonos rosados, blancos, naranjas, azules. No dejo de observar la hierba, los troncos de árboles caídos donde puede ocultarse un cocodrilo o una serpiente pitón, si es que alguna queda después de la matanza organizada contra ellas.


Ya tengo deseos de irme. Quiero llegar a la casa y darme una ducha y ponerme ropa limpia y la colonia para bebés que uso después del baño. Pero no le digo nada. Que hoy sea ella la que decida cuándo nos vamos.


Como si leyera mi mente, de pronto me pregunta si nos vamos. Enciendo el carro y el aire acondicionado. Pongo un CD de Chavela Vargas, y mientras conduzco por la desolada U.S. Route 27, cantamos desafinando y cambiando las letras. Subo el volumen. Hacemos gestos pomposos, exagerados, suelto el timón y abro los brazos como Chavela en el escenario. Reímos. De pronto, Mariana baja el volumen.


— Yo no quiero ponerme a limpiar la casa cuando lleguemos- me dice, con el dedo aún apretando la tecla del audio.
— No, claro que no, a la mierda la limpieza- respondo.
— ¡A la mierda!- gritamos los dos.




















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