No es un buen
día. No debía escribir nada. Leer sí. Pero me siento (más bien me escondo) y
tecleo en mi teléfono. Tengo la mente en blanco. No tengo la mente en blanco,
no. Tengo un arroz con mango en la cabeza. ¿Alguna vez no ha sido así?
Siempre es así, pero con diferentes matices de tormentas. No debía.
Sube la presión arterial, la baja se vuelve alta y la alta aún más.
Cuando compruebo que es así, tengo la sensación de que soy como una caldera a
vapor que solo espera el momento más inoportuno para estallar. "Ah, morir
en Junio y con la lengua afuera", escribió un día Reinaldo. Crecí con esa
frase. Crecí con infinidades de frases. Han estado en mi cabeza, un poco
estructurando mi manera de ver las cosas. Ya no. Reinaldo no murió en Junio. La
frase quedó trunca, aunque era solo una ilusión, digamos un deseo. Dije antes
que hoy no debía escribir. No debo molestarme, no debo pensar negativamente, no
debo quejarme, no debo de dejar de tomarme las pastillas. No debo. Hace ya unos
meses Mariana trajo un gato viejo y amarillo. Lo encontró abandonado,
aterrorizado y hambriento. Aunque no tiene la cara inteligente y astuta de
Garfield, así lo llamamos. Después que comió todo lo que necesitaba, se acostó
en un sillón y durmió dos días seguidos. Solo se levantaba para alimentarse,
visitar la caja con arena y volver a dormir. ¿Cuál habrá sido su vida desde que
se perdió de su otro hogar o lo botaron o lo abandonaron? El viejo Garfield
ahora camina por la casa, observa cada rincón, sale, entra y es tranquilo y sutilmente
amable. ¿Por qué cuento estos detalles que no tienen nada que ver con lo que
escribí antes? No lo sé. Me asalta una idea: la nostalgia siempre tiene
una cara. Es una basura de frase. Estoy leyendo otra vez La inmortalidad,
de Kundera. Con la edad adquirida (no soporto la palabra experiencia porque me
recuerda los consejos de mi madre), lo leo con otra perspectiva, digamos con
otros ojos. Estoy envejeciendo. Pero no por la edad que tengo, sino por la
intuición del final. Vamos, no voy a ser tan melodramático; quiero decir que
conscientemente en cada acto, cada instante hay (o tengo) la remota idea de que
algo termina. No es nada nuevo. Todo termina. Ya dije antes que tenía un
revoltillo en mi cabeza. Un arroz con mango. Esta si es una buena frase. La
escuché creo, por primera vez, en NY. Un conocido mío administraba un pequeño
edificio en uno de los barrios más peligrosos de Manhattan y me ofreció un
apartamento mientras visitaba la ciudad. Cuando llegamos, resultó que el pintor
que vivía allí con su pareja no había salido de viaje por otros motivos. Aun
así, amablemente nos dejaron dormir en una habitación rodeada de lienzos,
marcos, pinceles, brochas, papeles, fotos de hombres desnudos y revistas
pornográficas. Una noche hablábamos mientras tomábamos vino y el pintor me
mostraba algunos lienzos. Hermosos, algo barrocos, casi todos con el tema
recurrente de las vírgenes. Eran buenos cuadros. Se lo dije. Le dije que me
atraía la mezcla de detalles, deidades, símbolos yorubas y cristianos, los
colores. El amigo interrumpió diciendo: estos cuadros son un arroz con mango,
más mango que arroz. Hace años de eso. A cada rato en alguna revista de arte me
topo con alguna de sus obras. Siguen siendo lo mismo. Mantienen aquella
belleza flotante, un poco inocente, fácil. Ya, basta, tengo que trabajar, que
por eso me pagan.
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