Anoche fue el
final. Lo supe porque sí, por intuición. Me siento agotado. Es difícil estar
días, semanas, meses, tratando de que no me descubran; pero lo logré. Fue dura
la cuestión, pero en casa todos siguen pensando de mí lo mismo: que
no sirvo para nada, que mi carro es una bola de churre, que no lavo el carro de
mi mujer, que uno de los toilets se descarga solo, y a mí, ni fú ni fá; que
pongo los platos con restos de comida en el dishwasher, que uso el mismo
par de medias tres días sin echarlo a lavar, que tengo grasa en el pelo,
que no boto la basura, que me quedo lelo mirando un punto inexistente,
etcétera. No recuerdo todo de lo que me acusan diariamente, pero es lo normal;
no hay ningún reproche que ya no conozca, y eso me da cierta seguridad. La
familia es difícil, muy difícil. No me puedo descuidar, porque en la más mínima
distracción, mi mujer o alguna de mis hijas (todas son iguales a la madre)
detectarían algo diferente y eso sería mortal. Si dan la voz de alarma, se
forma la debacle. Mi madre vendría gritando, pidiéndole a Dios y a la
virgencita plástica de la lamparita que echa agua que me cure, que no deje que
me pierda en los laberintos de la locura, que su sangre, fruto de su vientre
que ha parido y sufrido a las otras dos (aquí se refiere a mis hermanas, que
son tan o más peligrosas que ella) no sufran como ella sufrió por nuestro
padre, etc. Así seguiría por horas y horas. Mi madre es muy histrónica y la única
defensa que he logrado contra ella es no irle a la contraria, y sin protestar
me trago todas las pastillas que me receta y que ya trae envueltas en
paqueticos separados dentro de la cartera. Le tengo pánico, y por eso redoblo
con ella todas las precauciones. Sé que fue mi madre la que metió a papá en
Mazorra, allá en La Habana, y el viejo, sin poder defenderse, aterrorizado,
vivió todo el tiempo perseguido por un dragón rojo que quería calcinarlo,
hacerlo chicharrón con las llamas que le salían por la boca. Pobre viejo, todos
estaban contra él, liderados por mi madre: médicos, enfermeras, loqueros
abusadores, los vecinos, mis hermanas; hasta que perseguido por el hijo de puta
dragón, se lanzó desde la azotea del edificio. Como ya no tenía a papá, mi
madre se acordó de mí y sentenció: esto puede ser hereditario, hay que vigilar
al niño. Y desde entonces, vivo así, vigilado, cuidado, analizado por todos,
por mis hijas, por mi mujer, por mis hermanas, por el hermano de mi mujer que
me recomienda miles de películas en blanco y negro, por mi suegra que tiene la
idea de que los nervios se curan con frijoles colorados y boniatos asados, por
el marido actual de mi suegra que quiere darme sesiones de hipnosis para que me
comunique telepáticamente con Freud, y por el padre de mi
mujer que no dice nada, pero cuando puede me susurra misteriosamente al oído:
cógelo suave, sin lucha, man; y la mujer de su padre que me aconseja
clases de ballet clásico, específicamente El lago de los
cisnes, para distraer mi mente y relajar el cuerpo. Pero yo, tranquilo.
No por gusto llevo años ocultando lo que ellos querrían ver en mí.
Comportándome como si no supiera, como si fuera un comemierda, un gil, los
engaño a todos mientras creen que me tienen acorralado. Por eso anoche, cuando
vi que de la verruga salía aquel bicho diferente, monstruoso, de color verde
con patas largas articuladas y la cabeza negra y dentro de ella unos ojos rojos
que me miraban con odio, me quedé quieto, esperando lo peor. El monstruo caminó
por mi cara, pasó sobre mis ojos, buscó mi oreja y trabajosamente fue
introduciendo sus patas delanteras dentro de la cavidad de mi oído y lentamente
desapareció en él. Intuitivamente comprendí que ya todo había terminado y que
no saldría nada más de la verruga. Uno se va conociendo con el tiempo. Después,
más sosegado, regresé a la cama donde dormía, sin sospechar nada, mi mujer, y
con un gran sentimiento de triunfo me acosté a su lado. Nada lograrán
contra mí; voy a burlar todas las trampas que han tendido a mi alrededor.
En el nombre de mi padre abandonado a su suerte, así será.
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