Tengo que madurar
más. Suena a cuento de esquina esto, pero es la verdad. No se termina nunca. Es
un proceso lento, continuo. Aun con todo lo aprendido, no es suficiente. Sin
darte cuenta, de la manera más inverosímil, tonta, se te aparece el bobo, y te habla
como bobo y lo escuchas y le das la mano y todo lo demás se va al traste.
Por eso no paro de reprocharme, de corregirme, y no es suficiente. No basta
cuando observas las imbecilidades, las
meteduras de pata, la brutalidad ajena. Uno es igual. Uno es lo mismo, pero se
mira en un espejo que refleja una imagen adaptada a lo que deseas de ti. Esa
imagen es, por mucho que la abras con bisturí, la secciones y la modifiques, lo
que en el fondo eres para ti mismo. O sea, un ser especial, digno de verse, de analizarse.
Pero tengo que seguir corrigiendo eso. No puedo o no debo engañarme tanto. Ese
proceso tiene que ser personal, íntimo, secreto. No es para nadie, ni para
agradar, ni ser aceptado. Es el único crecimiento posible. Pero hasta aquí,
basta, que también esto es mirarme en mi espejo, y acabo de despertar y solo me
he lavado los dientes y los ojos enfermos, y ya tecleo como un loco antes de
sentir los pasos en la escalera, bajando. Qué silencio hay en la casa. Solo el
ruido constante de la computadora que está en un rincón, mostrándome
fotografías que cambian cada un minuto y medio. La taza de café descafeinado a
mi lado, decorada con un gallito, que me robé de Olive Garden hace años (ese
restaurante horrible de comidas recicladas), sobre un portavasos de Ikea de
color verde manzana. Veo la fotografía de un niño muy lindo, con la cara
llena de golpes y moretones. Veo otra de una mujer llorando, como una mueca
triste que se ha quedado paralizada en el tiempo, depositando una piedra sobre
una tumba gris. Cinco niños disfrutan de unas paletas de helados de colores y
ríen. Veo las fotos de mis tres nietas en una repisa. Sonríen. Miran a la
cámara. Hoy dormimos solos sin ellas en la casa. Están en una casa de campaña,
en la sala del recién estrenado apartamento de mi hija. Felices, nos dijeron
adiós. Felices, les dijimos adiós. Silencio. ¿Puedo pedir algo más? Soñé
que estaba en un pequeño pueblo medio derruido y dejaba el carro en algún
lugar. Al volver a buscarlo, no lo encontraba, y caminaba las calles, y había
piedras y árboles raquíticos, y no veía a nadie por todo aquello. Lo atravesaba
un estrecho canal, y el agua que corría tenía la belleza de la transparencia y
el sonido monótono. Pero la angustia de no encontrar el carro no me dejaba
quedarme allí. Si no lo encontraba, no me podía ir, y yo tenía que irme,
desaparecer. Veo ahora una foto. Es como un desierto. A un lado,
parte de una cabaña de madera donde se destaca un tubo grueso, negro, adosado
en la pared, que sale desde abajo semejante a una chimenea. De espaldas, con
una mano apoyada en la cabaña, un personaje vestido con un disfraz que remeda a un tomate rojo, observa relajado el horizonte de arena.
Lo miro por un rato. Ese personaje ridículo y contraproducente soy yo.
Soy un tomate, un vegetal que observa, que mira el mismo paisaje que se repite,
pero que me cautiva por su belleza de inmovilidad. Un lugar de arenas
interminables. Hay silencio y luz.
Resulta agradable leer cosas así.
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