Iba caminando por el barrio, cruzando la calle
5ta hacia mi casa, y desde lejos lo vi.
Se movía con el viento y chocaba contra el contén de la acera, volviendo
al centro de la calle; retrocedía lo mismo que avanzaba hacia mí. Es una imagen
que no he olvidado. De adulto, mirando una película de la que no recuerdo ni el
nombre, por un momento la cámara capta un pedazo de papel que se desliza en una
sucia calle. El lente lo olvida todo, a
la ciudad, a los personajes, al diálogo, y enfoca ese instante. Era una visión
cargada de nostalgia, y aunque olvidé completamente el contenido de la
película, esos minutos quedaron en alguna parte. Me transportó a mi barrio, en
la esquina de 5ta y F, donde estaba mi casa. ¿Qué edad tendría en aquel
momento? Nueve, diez años. ¿Por qué un
papel de colores que ni siquiera podía distinguir bien en la distancia se
atrinchera en un rincón del cerebro y puede volverse casi de una forma palpable
cuando lo catapulta alguna otra imagen? Recuerdo los detalles que pasaron por
mi mente infantil colmada de fantasías alucinantes. Recuerdo las aventuras que se cruzaron y se
entrelazaron unas con otras en apenas dos, máximo, tres minutos. Mientras
hechizado por el hallazgo caminaba hacia él, imaginaba que lo que rodaba,
vapuleado por el viento, era un mapa abandonado de algún tesoro enterrado en
una isla desierta. Un paso más y era un mensaje cifrado que estaba destinado a
mí. Podrían ser los apuntes, dibujos y
maquetas de un científico maléfico para construir un monstruo de dimensiones
gigantescas. Y así continué hasta llegar a la arrugada página sucia de una
revista china, en donde unos campesinos asiáticos sonreían tímidamente al
lente, rodeados de tractores y un hermoso paisaje bucólico. Después, lo olvidé. No recordé nada de aquel
instante hasta el día, muchísimos años más tarde, que la mediocre película
abrió, por decirlo de alguna manera, el escondrijo donde se había
refugiado. Ha vuelto a pasar el tiempo y
he resucitado la misma escena, de una forma caprichosa, sin nada en particular
ni alguna semejanza con aquel instante. Son incontables las veces que traté de
escribir algo, con aquella imaginación
desbordada, donde el papel arrugado fuera el protagonista de un cuento con
historias truculentas. Siempre desistí.
Fue una imagen cargada de ideas que al paso del tiempo, el mismo viento hizo
rodar sin control. Hoy la recojo aquí, y la exorcizo. La deposito en un rincón
fuera de mí, y la olvido.
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