Escribí algo que después de leerlo y releerlo, lo
he apartado. No lo borré, quedó dentro de un file en mi teléfono, porque
algunas cosas podrían ser rescatables.
Saber desechar, borrar, tirar, es importante.
Pero no solo en la escritura, hay que saber hacerlo a todo nivel.
Hay que aligerar el paso, arrojar fardos inútiles
que pesan, que cansan, que debilitan.
Si yo fuera dueño de mi casa, si tuviera solo un
mínimo poder sobre algo que habite en ella, alquilaría un camión, lo aparcaría
de culo hacia la puerta de entrada y por ella sacaría el noventa por ciento de
todo lo que tengo.
Botaría todo: de las veinte cazuelas, dejaría una
o dos, descolgaría cuadros, quitaría fotografías, regalaría libros, las ánforas
griegas, las reproducciones mayas, los jarrones, los cepillos, los papeles
acumulados, los zapatos que no me pongo, las almohadas, los calzoncillos de
rayas, la espantosa novela que escribí a máquina, las piedras traídas del
Mediterráneo, la jarra que robé en una cafetería de NY, la reproducción de Lam,
los libros dedicados a mí, los de Reinaldo, las figuritas plásticas de los
Beatles, la linterna que cargo en mi mochila, las cartas que hace años tiré a
la basura, la colección de fotos de mujeres desnudas, el pequeño reloj que
marca la hora de mi nacimiento, el cráneo del animal que no reconozco, los
libros sobre Cuba, el disco de Serrat, los relojes rotos, mis fotos de niño,
las máscaras africanas, la ventana tallada y comprada en New Orleans, los
poemas malogrados.
Los convertiría en desechos, objetos arrancados,
truncos.
Quedaría ligero, sin ancla, liberado, sin nada a
qué aferrarme, y cuando solo quedara un espacio, un minúsculo lugar junto a
ellos, entraría allí, en silencio, con los ojos cerrados, y bajaría la puerta.
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