En la figura de un toro blanco, Zeus, el Rey de
los Dioses, engañó a Europa para que
subiera a su lomo, y con ella, cruzar el mar hasta la isla de Creta.
Después de raptada la fenicia, Zeus, (enamorado y vulnerable) entre varios
regalos, le ofreció a Talos, el gigante de bronce que fue creado por el
terrible Hefesto ayudado por los cíclopes; y la convirtió en reina, creando
para ella y para el recuerdo la constelación de Tauro, en honor al astado que
los unió.
Talos se convirtió en el guardián de la isla.
Tres veces al día recorría sus costas, impidiendo la entrada o la salida de
quienes no portaran el permiso del rey Minos.
Su cuerpo era invulnerable ante los simples
hombres y sus armas. La única y frágil vena que irrigaba de sangre aquella
temida armadura lo recorría desde el cuello hasta el tobillo, donde la
taponeaba un clavo que evitaba que se desangrara.
Talos, cuando descubría cualquier intruso en su
isla, entraba en una hoguera para calentarse, y después, rojo de rabia y calor,
abrazaba al usurpador, calcinándolo.
Talos quería ser un dios y vivir para siempre.
Aquel simple defecto, aquella vulnerabilidad de su cuerpo lo angustiaba. Cuando
algunas de sus víctimas se iban desintegrando entre sus brazos, él se sentía
portador de la muerte y de la fuerza desmedida. Pero, inevitablemente, intuía
que de alguna manera podría él también un día morir desangrado, sin fuerzas y
sin poder.
Una noche del mes de Januarius llegaron a sus
costas las naves capitaneadas por Argos, con Jasón y sus argonautas, después de
atravesar el estrecho de Escilas y Caribdis, que eran del dominio de las
peligrosas sirenas. Jasón venía a conquistar Creta y pelear contra el rey
Minos, pero fueron enfrentados por un gigante que les lanzaba rocas que hacían
zozobrar las naves y perderse en el mar a sus cansados guerreros.
Talos, resguardaba a la isla sin descanso. Mataba
hombres y hundía barcos y se sentía el dios que siempre quiso ser. El dios del
poder sobre los mortales, de la fuerza, del dolor, del terror; pero algo le
faltaba: la inmortalidad.
Medea (la hermosa hechicera, que sabía de todas
las magias y truculencias), amaba a Jasón, mortal que la usaba para lograr sus
cometidos. Y decidió ayudarlo en la conquista de Creta, con la misma pasión que
usó para que conquistara el vellocino de oro.
Usando tres de sus armas (las más mortales y
peligrosas) que eran su infinita belleza, la maldad y su inteligencia, se
acercó a Talos, confundiéndolo con la promesa de que podía convertirlo en un
ser inmortal.
El gigante de bronce, que ya se sentía un dios
poderoso y temido, no dudó ni un instante en tomar la pócima que le ofrecía
Medea y que lo convertiría, al fin, en el ser imperecedero que tanto ansiaba.
El sueño lo iba envolviendo cuando, en los
últimos instantes de lucidez, pudo ver cómo la hechicera arrancaba el clavo de
su tobillo y un insoportable cansancio lo cubría, mientras el cielo de la isla
de Creta, antes tan azul, se tornaba en sombras negras, el color de la Muerte.
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