Me siento intranquilo. Va por dentro. Por fuera,
el animal lento y cansino que soy sigue su curso sin demostrar ningún cambio.
¿Por qué estoy intranquilo? Si contesto: por la vida misma, seria patético.
Podría ser, al final, por eso, así de simple,
pero la mentira que es la literatura me dice que no, que así no. Lo mejor sería
que dijera algo aparentemente ligero, con una pizca de profundidad. Sonaría
mejor. En definitiva, de eso va todo lo escrito. Esas frases de que se escribe
solo para uno mismo, sin pensar en los demás, no son más que eso: frases dichas
para los demás.
El que escribe es el gran mentiroso. Se convierte
en un hacedor de historias inventadas para gustar, para que las acepten, para
que lo vean a él entre el amasijo de letras, en ocasiones afortunadas, y la
mayoría de las veces, terriblemente desafortunadas.
Pero volviendo al tema con el que inicié esta
perorata; la intranquilidad no me deja en paz.
Mientras más viejo me pongo, más temo. La
experiencia no me ayuda. Solo me lleva a un final sin regreso; a la frase
manida y simple de que no hay remedio. De que todo, inevitablemente, se va a la
mierda.
Al traste, sonaría mejor. Pero es lo mismo.
Aunque ahora voy a ser (solo un poquito),
sincero. Voy a decir alguna verdad. No voy a escribir como tantas veces he
leído, "me voy a desnudar", porque aunque es obvio, en mi caso sería
el doble, el triple del horror (a pesar de ser dicha en sentido figurado). Soy un paranoico incurable, un cobarde de atar,
un inseguro.
Hace ya un tiempo que presiento en cada anomalía,
por muy pequeña que sea, una gran enfermedad. Tengo a mi disposición todos los
aparatos imaginables para comprobarlo: dos medidores de presión; tres
jugueticos de diferentes tamaños para
comprobar la glucosa, una pesa que me odia y que se dedica todas las mañanas
a molestarme y hacerme sentir como un
Ignatius Reilly caminando por las calles de Miami Lakes, pastillas para la
presión, otras para el corazón, otras de ajo, otras de té verde, otras que vienen
en sobrecitos y son para todo: diabetes, diuréticos, inhibidores del apetito,
para los nervios, para la depresión, etc., etc., etc.
Tal vez, por estas pequeñas anomalías, me ha dado
por escribir una especie de diario sobre la vida de un enajenado mental en el
sexto piso de un hospital psiquiátrico. ¿Mi alter ego? No, yo soy peor, pero lo
oculto.
Mi mujer cree que la idea de escribir sobre un
loco está muy usada. Tiene toda la razón. Escribir sobre un asesinato también
está muy utilizado. Y del amor, la familia, la niñez, de política, de sexo.
Todo está utilizado. El cosmos, una isla, la
prisión, la traición, la amistad, la muerte, la guerra, los fantasmas, todo.
¿De qué se podría hablar que ya no se haya dicho
antes? Así se lo digo y no me contesta algo concreto. Sería más fácil si me
dijera que no le gusta. Le pregunto si es por las influencias visibles. Dice
que no. Le digo que todo me influencia. Que de casi todo me agarro. Ella no
está de acuerdo, dice. No cree que el personaje hable como un loco. Ella cree
que es una versión muy romántica de la locura. La locura verdadera es fea.
Me defiendo. No veo nada sublime en mi personaje.
Allí también es feo todo.
Todo no, me contesta, desarmándome. Siempre es
así, logra que dude, que me haga preguntas. Llevo veinte años
haciéndome preguntas de sus respuestas.
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