Vinieron todas a verme: mi madre, mis dos
hermanas, mi mujer y las niñas. Se sentaron alrededor mío y mi mujer y mi madre
no pararon de hablar. Mis hermanas, a cada rato, cuando veían a alguno de los
escaparates, cuchicheaban entre ellas, se empujaban, se reían, moviendo los
ojos y las bocas hacia arriba y hacia abajo, a un lado y a otro.
Mis hijas solo levantaban la mirada del teclado
de sus celulares cuando algo que escribían les salía mal o esperaban el sonido,
pricpic, que venía con la respuesta.
Por lo demás todo fue tranquilo. Mi madre se echó
a llorar cuando les conté que me amarraron a una cama, pero se calmó enseguida
y describió todas las maravillas que encontraba en los almacenes de los chinos:
flores de seda, abanicos pintados a mano, pantuflas chinas, geishas de varios
tamaños, blúmeres, batas de casa, adornitos…
Le pregunté a mi mujer por los gatos y vagamente
contestó que estaban muy bien. Después, ya no dije nada más. Tengo la sensación
de que mi madre y mi mujer siguieron diciéndome cosas por un rato, pero no las
escuché.
Miré el reloj que está colgado de la pared.
Marcaba las dos y tres segundos, no, y cuatro segundos. Conté el segundero uno,
dos, tres y seguí contando. Cuando llegó hasta treinta y tres, les dije:
─ Voy al baño.
Oriné.
Como siempre, el primer chorro se fue para un lado, aunque pude
controlarlo rápidamente.
Volví a sentarme con mi familia y les pregunté a
mis hijas:
─ ¿Cómo les va en la escuela?
Y las dos contestaron al unísono:
─ Gooood.
Y mi mujer dijo:
─ Este lugar está muy limpio.
Y le respondí:
─ Sí, es muy limpio.
Mi madre me agarró una mano. Con los ojitos que
recuerdo de cuando era niño, y me podía acercar y sentir su olor a jabón y a
las gavetas de la cómoda, me dijo:
─ Hijo, cuánto rezo para que estés bien y vuelvas
con nosotros a casa, en el nombre del Señor.
No me acerqué mucho. Olía a un perfume que me
recordaba a un plato de arroz con leche y mucha canela, y le dije:
─ No te preocupes, vieja, estoy bien aquí.
Lloró un poquito. No mucho. Cuando paró de llorar
miró las paredes, el techo y el costado de uno de los zapatos como buscando
algo.
Mi mujer sacó una libreta de la cartera y me la
dio. La carátula es de color negra y tiene unas rayas de un gris ratón de lo
más bonito.
─ Gracias ─ le dije, y la escondí debajo de mí.
Estuvimos un rato en silencio. Les anuncié a
todas, casi en susurro:
─ Hay cámaras que nos graban las veinticuatro
horas. Lo saben todo. Lo ven todo. Es el Ojo de Dios.
─ ¡Ay, mi hijo! ─ dijo mi madre, y volvió a
llorar.
─ No te preocupes por eso, es por el bien de
todos ustedes ─ sentenció mi mujer.
No creo que mis hijas y mis hermanas hayan
escuchado, pero me miraron y sonrieron, y volvieron a lo suyo: al teléfono, los
escaparates, los doctores, los mensajes.
─ ¿Estás comiendo bien?─ preguntó mi madre ─ Te
veo tan flaquito...
─ Aquí la comida es buena ─ mi mujer la
interrumpió ─A mí me gusta la comida de los hospitales.
─ Es buena ─ dije.
─ Yo la odio, ¡ah! ─ mi madre hizo una cruz con
los dedos.
─ What? ─ preguntó mi hija levantando un segundo
la vista del teclado. Al instante volvió a concentrarse en su conversación
escrita.
Después se fueron todas. Caminaron hacia la
puerta, me besaron y las vi salir. Cuando tomaron el elevador, la luz del pasillo se
tornó azul; al instante: naranja, azul y un verde como de manzanas.
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