Si comenzara
este escrito diciendo: de pronto vi la Luna colgada del firmamento, rodeada de
estrellas y luceros, tan hermosa y señorial, tan... Bueno, basta. Si comenzara
alguna vez algo de lo que escribo de esa manera, sería porque la senilidad ya
me habría visitado y se hubiera quedado a vivir conmigo.
Pero sí, vi
a la luna. Iba manejando hacia la
estación del tren y estaba allí, separada del chato paisaje de esta ciudad,
separada de todo lo que me preocupa, mostrándose única y lejana, como las cosas
hermosas e intocables.
Y de una
forma casi imposible de explicar (a veces es mejor no explicar nada) su imagen
se mezcló con recuerdos que con el tiempo han tomado formas confusas y
caprichosas. En todos esos recuerdos están la soledad y un silencio que los
rodea.
La soledad y
el silencio. No es la primera vez que hablo de esto, pero me son tan escasos
que siento la necesidad de rescatarlos, aunque sea de esta forma inútil con la
que trato de hacer perdurar lo que me persigue.
Ahora mismo,
mientras que sentado en el tren, tecleo todo esto en mí teléfono, la horda que
me rodea, grita, se contorsiona, discute. Hablan de algún deporte que siguen y
disfrutan. Tengo que poner a prueba el adiestramiento que día a día practico
por una razón de supervivencia.
Me esfuerzo
por aislarme, no escuchar, no ver. Es difícil. La mayoría de las veces no lo
logro. La mayoría de las veces el grupo es arrollador, agotador, abrumador, y
casi todo lo que termina con or.
Interrumpo
este escrito para llamar a la casa. Despierto a mi mujer. Me responde con la
voz del sueño interrumpido. Es la hora, le digo, cuídate.
No regreso
inmediatamente a escribir. Pienso en el tiempo que llevamos juntos y que lo
abarca casi todo. Necesitamos un espacio para nosotros. Ir a un lugar
tranquilo, apartado de cualquier ciudad, y tomar helados, visitar un
cementerio, hacer fotos de pájaros, estar cerca del mar, porque solo el agua
puede crear una aparente tranquilidad; alejados de museos, de librerías,
mirando las piedras, un jardín, leyendo los letreros, riéndonos. Si, necesitamos un poco de todo eso ella y
yo. Sin la casa, sin las niñas, sin los carros, sin los pagos, sin internet,
sin un libro, sin trabajo, sin cocina, sin llamadas, sin los gatos, sin los
rencores, sin hermanos, sin el control remoto, sin las gasolineras, sin el
periódico, sin café cubano, sin miedos.
El tren
llega a Cypress Creek. Me bajo. Vuelvo a ver la Luna. Yo no le importo
absolutamente nada. Inmensa, despectiva, me demuestra lo pequeño que soy, lo
ridículo que puedo ser, mientras corro a alcanzar el van que me llevará al
trabajo.
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