Sunday, January 18, 2015

Dos frases y una foto


Casi no me pregunto nada, aunque no dejo de sentir que, intuitivamente, supiera todas las respuestas. Es esta una frase demasiado ególatra. Puedo borrarla o cambiarla por otra, y nadie me acusaría de engreído, de prepotente, de comemierda, y de mil cosas más que siempre están dispuestos a señalar.
Podría escribir, por ejemplo: "la vida me ha enseñado demasiado y he vivido lo suficiente para conocerlo casi todo". ¡Esto le encantaría a mi madre!. Creo que se la he escuchado repetir muchas veces. Quedaría mejor y un poco menos provocativa, digamos. Pero lo esencial es que dice la verdad. Porque cuando escribo que "intuitivamente, supiera todas las respuestas", estoy mintiendo. Pretendo demostrarle al lector que "ya estoy de vuelta de casi todo". Es como si le dijera:
_No sé... desde aquí arriba te veo tan pequeño...
Sin embargo, la vida sí es la que enseña, aunque no me guste decirlo de esta forma. ¿Entonces, mi madre tiene la razón? La tiene, debo reconocerlo.
Aquí voy a hacer un pequeño paréntesis: tengo frente a mí, sobre la mesa del comedor, una caja que encontramos en la gran recogida que hicimos en casa. Está llena de fotos. Algunas de ellas no las recordaba, otras destapan una caja de Pandora con recuerdos, voces, olores. 

Continúo.
Otra frase muy común es "me duele en el corazón". Imaginen a un escritor de hoy que publique algo así: "mientras miraba c
ómo ella se alejaba, el corazón le dolía de amor y de tristeza". Por supuesto que en estos días muchos escriben así (y lo publican); pero yo hablo de escritores, ¡por favor!.
Y como hoy me dio por las frases, digamos, ridículas, tengo algo que decir de esta última, la del corazón adolorido (que no partido, lo cual sería un caso clínico, de urgencias, de corre-corre): por respeto a mí mismo no la usaría jamás, salvo que la pusiera en la boca de algún personaje, y así, yo tomaría una distancia prudencial. Es más, hace algún tiempo la creía, además de ridícula, cursi, fuera de época; también ilógica, porque científicamente todos sabemos que el corazón es un simple músculo desvinculado del amor, del dolor, de la pérdida o de la empatía. Eso no lo digo yo, lo dicen los científicos, empeñados en echar por tierra millones de poemas, novelas, canciones, grafitis, envoltorios de chocolates, globos con ositos de peluches, mensajes en los celulares, y susurros a la luz de la luna. No es por casualidad que los científicos poseen fama de ser unos aburridos.
Pero el corazón sí duele. Voy a ser aún más osado: el corazón duele de amor. Ya, lo dije.
Catorce años atrás nació mi nieta Nataly. Nació de unos padres que no debían procrear ni a una lagartija, mucho menos a niños. Cuando la vi, supe que iba a caer hacia el vacío sin protección de ningún tipo, y me lancé. Como la gente que no debe de procrear ni lagartijas no tienen en sus cerebros una idea clara con relación a nada, tuvieron a mi otra nieta, Rosy, como a una lagartija más. Y yo, que ya caía sin protección, seguí cayendo aún más profundamente.
Cuento todo esto para llegar a la frase "me duele el corazón", de la que venía hablando. Sí duele. Pueden tratar de refutarme con datos científicos y demostrar que estoy equivocado, pero sí duele. Es muy físico ese dolor. Se retuerce adentro y provoca mucho daño.
Cuando los padres de las niñas, por cualquier razón (o sin ninguna, que era lo más común) las separaban de nosotros, cuando las escuchaba llorar de terror, cuando sabia de golpes, de maltratos, de hambre, de peligros que las amenazaban, literalmente me dolía el corazón. Me dolía como duele un brazo, la cabeza, el est
ómago.
Por supuesto que es una frase ridiculona, pero, en contados casos, describe algo que sucede realmente.

Ahora voy a tratar de ser lo más serio posible (lo que no quiere decir que lo logre). Todo este arroz con mango de palabras y explicaciones que no aportan nada nuevo a nadie tiene su por qué, y eso solo lo sé yo. 
Aunque, aparentemente, no tiene nada que ver lo explicado antes con lo que voy a describir ahora, surgiendo de la nada, casi por azar, una pequeña fotografía color sepia, olvidada desde hace mucho tiempo me trajo, como del rayo, antiguas memorias. Y con los olores reencontrados, las palabras perdidas y la confusión de los recuerdos, surgieron estas anécdotas, sus frases y la ambigüedad entre la realidad y la imaginación.
Hace varios días, debajo de mi mouse pad, conservo la foto que apareció entre papeles olvidados y los arreglos que hicimos en casa. Cuando tengo tiempo y estoy solo, la observo una y otra vez.
Son tres personas. Un hombre y una mujer sentados, y sobre las piernas de la mujer, un niño que llora. Los dos adultos miran hacia puntos divergentes; el niño, parece pedir a gritos que otra persona lo cargue y lo consuele.
El hombre observa a la cámara. En su mirada hay cierta sorpresa y mantiene los ojos muy abiertos. Cuando enfoco mi vista en ellos, creo notar una profunda soledad. Quiero pensar que est
á harto de lo que lo rodea. Construyo una pequeña historia: el hombre sueña con estar muy lejos de allí, de la mujer, del niño que no para de llorar, y fantasea con recuerdos, con historias inconclusas, con otros lugares, con otros amores. Los brazos del hombre reposan sobre las piernas, como si no formaran parte de su cuerpo, como si quisieran salir huyendo, escapar.
La mujer es hermosa y lo sabe. Su cara está ladeada ligeramente hacia la derecha en una pose para mostrar el cuello, la oreja, el pelo. Observa un punto alejado del lente. Sus ojos, y la boca ligeramente crispada, pueden dar una sensación de arrogancia. Creo que la mujer desea algo que no está allí. La mujer, así lo decido yo, cree que en cualquier momento podría explotar, gritar, lanzar al niño al suelo, y salir corriendo. La mujer enlaza (más bien agarra, aprisiona) con un brazo la cintura del niño que se retuerce, llora, y clama por otra persona que no está en el área que cubre el lente. La mujer detesta, secretamente, al niño, y aún más al hombre que está a su lado. La mujer no está del todo consciente de su verdadera rabia hacia ese niño impertinente, llorón, que prefiere a otra y a ella la rechaza. Del odio que siente por el hombre sí tiene plena conciencia. Ella lo compara con un cuchillo afilado, brillante, frío. Sabe que no puede huir, y eso la llena de rencor. Un brazo descansa sobre la pierna cruzada, elegantemente, hacia delante.
El niño parece querer escapar. Tiene la cabeza ladeada hacia su izquierda y levanta los brazos buscando la atención, o el consuelo, de quien no se ve en la foto. Detrás del niño, sobre la pared del fondo, puede apreciarse la sombra o la silueta de alguien. Me pregunto si es a la que el niño llama, llorando y elevando los brazos. Sigo con mi historia: la persona que el niño reclama, es una mujer vieja y negra, con el pelo muy blanco, que huele a comida frita y a cigarros, y es a la que pertenece la sombra que se refleja en la pared.
Ahora soy el fotógrafo. Tengo en mis manos una Zenit de 35mm y regulo el lente, preparo el flash, y me dispongo a tomar la foto. Frente a mí una familia posa. Es una hermosa familia. Enfoco con el lente el centro del grupo. Una vieja, por detrás, le habla al niño, le canta, hace murumacas. No puedo concentrarme. El niño no se está quieto un segundo. Si pudiera, lo golpearía y echaría a la vieja a la calle. Disparo.





2 comments:

  1. Me gustó la reflexión y la ironía de algunos comentarios.
    Por cierto, yo quería ser fotógrafo, pero como no lo conseguí por diversas razones, ahora tomo fotos escritas.
    Un fuerte abrazo.
    HD

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    1. Gracias Humberto, son muy buenas tus "fotos escritas"

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