Saturday, February 28, 2015

La visita inesperada




Hoy todos en la casa despertaron contentos. Las niñas, sin que se lo exigiéramos, sacaron la basura de su cuarto, limpiaron los muebles, tendieron las camas y ordenaron su baño; bajaban y subían la escalera con sus headphones, alejadas del mundo, tarareando canciones, y sin peleas por un cepillo o el control del televisor o porque decidieron bañarse al mismo tiempo, lo que es tan habitual. Incluso yo desperté con energía, dispuesto, positivo, a pesar de lo que tengo que hacer: a las nueve, llevar el bus escolar al mecánico para un cambio de aceite, revisar los calentadores, porque algunos no funcionan y cuando hay un poco de frío no se prende el motor, las luces rojas que no encienden, y el claxon que tampoco funciona. Después de describir todo esto, no comprendo como pude despertar tan positivo.
Pero eso no es todo. A la una de la tarde vendrá un muchacho a limpiar el aire acondicionado, que se congela, y en la madrugada nos despierta un calor infernal. Según la explicación del muchacho-mecánico, tiene que sacar el traste que está arriba en el segundo piso, regarlo con un ácido, y con agua, limpiar toda la mugre acumulada por años. Después, soldar los conductos, revisar el freón y mil cosas más.  Parece muy sencillo, pero para mí es lo más engorroso del mundo. Pero cualquier cosa para mí es lo más engorroso del mundo.
Recuerdo la primera vez que compré  un mueble para armar en casa: puse las cajas donde venían las piezas, muy bien acomodadas en el piso, y cuando comencé a leer el manual (leer el manual es un eufemismo, porque si hubiera estado escrito en sánscrito lo hubiera entendido igual) me vi ante un jeroglífico egipcio, más bien una especie de tablero maya encontrado en las ruinas de Uxmal. Mariana, que todo lo afronta con la mayor valentía, quiso ayudarme, ya que no me creía capaz de lograr que toda aquella retahíla de piezas, tornillos, palitos, maderas, pudieran transformarse en el mueble deseado. Entonces hice lo que hacía en aquella época ante situaciones similares: abrí la puerta y eché a correr, literalmente.
Con el tiempo y los encontronazos he ido aprendiendo algunas cosas, y si ahora sacara la cuenta de los muebles que he armado, el resultado sería de varias docenas. Mi casa es como un recorrido por los catálogos de IKEA, así que calculen. Sólo a golpes se aprende.
El personaje de una novela que disfruté mucho hace algún tiempo, leía en cualquier lugar de la casa, lo mismo sentado cómodamente, que camino del baño o a la cocina, o entre las plantas del jardín o apoyado en el alféizar de una ventana. Cuando terminaba una página la arrancaba y la dejaba caer al suelo, al acabar de leer la obra, el libro había desaparecido.
Lo recordé releyendo una novela que escogí al azar hace unos días, cuando me iba al trabajo. Imaginé las páginas rotas cayendo lentamente, mecidas por el aire, sobre los muebles, entre los adornos, encima de las alfombras, sobre las frías losas de la sala. Si esta novela, que ahora vuelvo a leer, hubiera desaparecido de esa forma, hoy sería una buena novela, porque solo quedaría de ella un recuerdo grato, confuso, en brumas.
Pero nunca he tenido el valor de destruir un libro, y esa novela estuvo en mi librero, junto a muchas otras, esperando, hasta que volví a tomarla para leerla de nuevo.
No sé si me he vuelto muy viejo de repente. No sé si es que he leído mucho. O he vivido muy de prisa. O la visión que tengo del mundo se ha transformado. No sé si ahora soy más cínico. O es que detecto con más facilidad lo que no es honesto, lo que se hace para aparentar lo que no se es, la supuesta posición política, lo fácil; el intrincado caudal de palabras que no son más que repeticiones de conductas preconcebidas. Lo cierto es que no puedo terminarla. Lo que en otro momento leí con placer, ahora se me hace insoportable. Creo que lo escribí antes, pero ya no me obligo a leer nada: lo que no soporto, lo echo a un lado.
En el año 2010, Pierre Le Guennec decidió certificar la autenticidad de unos dibujos. Eran ciento ochenta obras y un cuaderno con noventa y un bocetos pintados por Pablo Picasso. Pierre había trabajado como electricista en la casa del pintor, en la villa Notre-Dame de Vie, en Mougins, muy cerca de Grasse. En ese instante, entró en la boca del lobo. Lo demás es noticia. Recién comenzó el juicio que entablaron los herederos del artista que, como casi todo el mundo, no se tragan el cuento de que amablemente, Picasso le regaló todos los dibujos. Es una historia muy mal contada, salpicada de incongruencias e intrigas donde otros familiares también están involucrados.
Cuando leí la noticia recordé que hace  veinte años, Mariana y yo estuvimos hospedados en el departamento de Jesús Selgas, pintor cubano que vivía en el Upper Manhattan, New York City. Las paredes estaban cubierta de sus obras; majestuosas deidades cubanas, rodeadas de símbolos yorubas, ángeles alados, y colores intensos que los inundaban de fuerza y de belleza.  El cuarto donde dormíamos también tenía docenas de pinturas colgadas, telas enrolladas, dibujos, plumillas, bocetos, y cientos de revistas pornográficas. Tuve la tentación de robarme alguna obra y no lo hice. Me arrepiento, porque ahora sé que no lo hubiera notado.
Son las cinco de la tarde y tocan a la puerta. Voy a abrir, pero Nataly se me adelanta. Afuera, con cara de terror, un muchacho rubio, más alto que yo, saluda a mi nieta con un beso en la mejilla. En segundos lo comprendo todo. Su alegría de esta mañana tenía un nombre y era el del muchacho que ahora me saluda tímidamente con un Hi! y un breve apretón de mano. Miro a mi niña esperando una explicación, pero ella no se da cuenta  porque solo tiene ojos para el gigante enamorado. Lo odio. Se pierden, escaleras arriba, entre risas y susurros cómplices.
No sé, pero ya no estoy tan alegre…

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