En los terrenos de una iglesia del
barrio, en esta época del año, levantan, como algo mágico, una feria. Lo que
antes era un espacio infinito de hierba se convierte en un espectáculo de
luces, monstruos en movimiento, olores a dulces y comidas refritas, gritos, algarabías,
risas, adolescentes y niños. He visto un poco, cuando arman todo este
amasijo de locuras, a hombres que son la imagen del desapego y de
la soledad. Caras y cuerpos cansados que se mueven sin raíces por las
intrincadas ciudades del país. Hombres y mujeres marcados por el alcohol y las
drogas. Gente arrancada de "los terribles encantos que tiene el
hogar". Viven y se hacen viejos mientras la carretera no es más que la
continuidad de lo mismo, tras los amasijos de hierros viejos
vueltos a pintar, para maquillar la decrepitud. Vida vivida
en cualquier lugar, recuerdos mezclados y confundidos en la prisa diaria. No ha
cambiado mucho esta tradición legendaria. Imagino que son como una raza
apartada, desperdigada y casi invisible. Sin libros, ningún cuadro o fotografía
adornando una pared deseada, sin un árbol que cuidar. Ya esta lista la
fiesta. No se piensa inmerso entre el ruido, las luces y la vida dando vueltas
y vueltas. Gritos, comidas, tickets. Los hombres invisibles esperando. Cervezas,
drogas, rabia. La feria
espera. Pasen todos.
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