Han pasado muchos años desde que deje
atrás aquel episodio. Pero hoy, buscando aburrido en el librero un
libro cualquiera, me tope con él. Lo abrí y allí estaban las imágenes de una
Cuba casi surrealista, que no tiene nada que ver conmigo. Por lo menos no tiene
nada que ver con las memorias que tengo de aquel lugar. Pero de todas formas es
un libro lindo. Y es un libro que me recuerda un acto de miseria, un acto
cobarde. Algo que hice y que no me gusta. Es un libro robado. No a una
biblioteca o de una tienda o de cualquier otro lugar que no supondría para mí
el menor arrepentimiento. Si enumerara los libros que me he robado de librerías
y bibliotecas, no cabrían en una página. Se lo robe a una persona. A un
compañero de trabajo. A un gran hijo de puta que trabajaba conmigo.
Fue así:
Donde laboraba en aquella época,
había varios personajes de esos que quisiera tener muy lejos y que el
destino y la necesidad me han obligado a soportar día tras día. Yo era joven y
era engreído; me creía inmortal, fuerte y capaz de todo. Resumiéndolo,
solo tendría que decir que era joven. Todas las horas que pasaba en ese
lugar las gastaba tratando de trabajar lo menos posible, comer lo que
encontraba y reírme. Me reía de casi todo.
Por eso y una actitud de
superioridad ridícula, me ganaba enemigos. Algunos me miraban y comentaban
sobre mi cosas a mis espaldas. Algunas eran reales, otras producto de sus
odios y sus cerebros fronterizos. Carlos era un tipo que llevaba
trabajando allí cuarenta años. Era un chequeador. Regulaba los pedidos,
etc, y también era chivato, mal intencionado, venenoso como una
serpiente y de esa generación que nos miraba como a delincuentes arribistas y
malagradecidos; con ese sentimiento de: nosotros somos lo que somos, ustedes
son una porquería. Algo así. A mí, particularmente, no me soportaba.
Tuvimos dos buenos encontronazos y ya no nos hablábamos. Solo cuando era
absolutamente necesario por razones de trabajo.
Un día trajo un libro. Estábamos todos
en el comedor, a la hora del lunch y se acerco a la mesa y anuncio el libro
como un regalo que alguien le había hecho. Lo mostraba a todos, menos a mí, por
supuesto. Yo me moría por verlo. Escuchaba los comentarios sobre las
fotografías y sentía una envidia que me corroía por dentro. Nunca me paso por
la mente ir a buscar aquel libro y comprarlo, cosa que cualquier persona cuerda
hubiera hecho. Mi mente solo giraba alrededor de "aquel libro". Tenía
que verlo, tenía que tenerlo en mis manos. Lo vigile. No dije nada a nadie, no
me cague en su madre, como de costumbre, no demostré nada. Después lo robe. En
la mínima oportunidad que dejo el libro sin vigilancia, cayó en mis manos. Lo
oculte. No tiene sentido describir lo que sucedió cuando se dio cuenta que
no estaba, ni lo que grito, amenazo, condeno. Yo me sentía feliz y
con mucho miedo de que me descubrieran, pero lo pude sacar y lo lleve a mi
casa.
Así paso todo. Así pasaban las cosas
en aquel lugar de locos. Creo que al cabo de varios días, ya nadie recordaba el
libro robado. Y yo seguí recibiendo las miradas de cuchillos de Carlos, sus
venenos a mis espaldas y como devolución, el las mías y mi mayor desprecio.
Sin darme cuenta, un día no vino mas a
trabajar. Me entere que estaba enfermo. No me importo. Me alegro saber que no
lo iba a ver. Y todo siguió sin el de la manera más normal.
Una mañana llego de sorpresa.
Venia de visita. Lo vi de lejos y no lo reconocí. Se había convertido en un
muñequito frágil, cetrino, encorvado. No pude evitar un estremecimiento. No me
acerque a él y creo que no me vio. Después se volvió a ir y no lo recordé mas.
Carlos regreso. Lo vi hablando con
otros compañeros de trabajo. Era como un diminuto títere viejo,
entre los hombres que lo rodeaban. De lejos miraba aquella imagen y no
lograba descifrar que era lo que sentía por él. Vino a donde yo estaba.
Me saludo y me dio la mano. Al apretar la suya, recordé la tarde
cuando agarre la lagartija que retorciéndose, me ofrecían
los amigos para no ser menos que ellos. El terror y la repulsión. Traía
un álbum de fotos. Me dijo que si quería verlas, que eran fotos de la Virgen
que lo visitaba todos los días. La Virgen se paraba junto a la ventana y lo
miraba largamente. Solo lo miraba. Me mostro las fotos. Las manos le temblaban
cuando me señalaba cada fotografía idéntica una de otra, pagina tras
pagina.
- Mira- decía- ves a la Virgen, ves su
imagen?
Yo veía unas ramas de un árbol y una
pared y la sombra del sol, pero le dije que se veía claramente.
- ¿Verdad que si se ve claramente,
verdad?- contesto y me pareció una súplica.
-Claramente, la veo claramente- fue mi
respuesta.
Después se fue y sentí un alivio de
que se fuera y un sentimiento como de tierra húmeda en la garganta.
Alguien le comento que en Atenas
había un doctor o un curandero, que practicaba la medicina de los
antiguos y que podía curar su enfermedad. Y se fue en busca de las pócimas que
usaron Arquímedes, Aristóteles, Herodoto y otros más. Imaginaba a Carlos
sentado en unos cojines, con una túnica blanca ingiriendo un asqueroso mejunje
en una copa de metal con inscripciones de batallas y dioses del Olimpo. Me
hacían gracia esas ideas.
La última vez que lo vi, traía un
álbum nuevo. Me mostro otra ventana de su casa, donde ahora la Virgen le
hablaba. Le decía que todo iría bien, que no temiera, que todo iría bien. Me
hablaba y su voz era como el sonido una maquinaria frágil. Como un
estertor lejano que se confunde entre el ruido y el aire.
Nos despedimos con un apretón de
manos. Era como apretujar el cuerpo tibio de la lagartija. Lo
vi alejarse con el álbum en la mano, como un colegial que demora los
últimos segundos para entrar a la escuela.
Me ha gustado el sentimiento de tierra húmeda en la garganta.
ReplyDeleteHaces muy bien el enlace entre las descripciones y los diálogos. Logras siempre destacar lo humano describiendo tus sentimientos más íntimos.
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