El pasillo era largo y estrecho. A un lado el
muro de paredes pulidas, por donde rozaba los dedos sintiendo el frio del
cemento, al otro, la cerca desvencijada con las enredaderas de espinas. Allá, al final, la pequeña casa de Argentina.
Me acercaba sintiendo el olor a un tenue perfume de frutas. La puerta siempre abierta mostraba una sala
que parecía una muestra de algún museo; estática, perfectamente limpia, los dos
sillones en su lugar eterno, la mesita, y sobre ella dos estilizadas geishas
con sus sombrillas rojas, y el televisor adornado con sendos perritos de loza
en blanco y negro. El jarrón con flores de tela y la foto color sepia de una
hermosa mujer parada al lado de una columna romana. Iba casi todas las tardes a
pedir hielo. Nunca dejé de sentir
vergüenza ante el hecho de buscar siempre de lo mismo, pero ella parecía no
importarle. Abría el antiguo refrigerador y yo observaba los frascos de cristal
ordenados por sus diferentes tamaños, la jarra roja de metal, un plato cubierto
por un paño blanco, varias botellas.
Sentía deseos de acercarme y de tocar aquellas cosas que eran tan diferentes a
lo que estaba acostumbrado. Esperaba de pie en la puerta de la cocina a que
ella remojara la tártara de hielo y con un movimiento brusco, halara la palanca
hacia arriba hasta que los cubos se
separaban. Después los dejaba caer en la lata vieja y abollada que llevaba.
Gracias, Argentina, era mi despedida aquellas tardes y me alejaba rozando,
acariciando el muro y sintiendo el frio y el olor a frutas.
Pero aquella tarde fue diferente. Cuando ya me
iba me pidió que me sentara en la mesa.
─ ¿Te gusta el flan con coco? ─ me dijo.
─ Nunca lo he comido.
Abrió otra vez el refrigerador y sacó un flan que
temblaba, húmedo. Cortó un pedazo, después encima lo cubrió de dulce de coco y
me lo puso delante con una pequeña cuchara.
─Come ─ dijo.
Corté un pedazo y cuando entró en mi boca sentí
un sabor que parecía el Paraíso.
─ ¡Qué rico, Argentina!
─ Come, come.
Y comí aquella tarde en su casa.
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