La fiesta siempre termina. Es la sensación con
la que vivimos y nos amolda, aún sin tener conciencia exacta de ello. Pero
ahora, imaginemos otra gran fiesta, suntuosa, llena de colorido,
risas, alegrías, amistades y gente linda. Imaginémonos inmersos en ella. Me
parece maravilloso. Sería el sueño perfecto, el maná que se vertió sobre
nosotros. Entonces observemos otro
detalle: en la invitación, con letras muy pequeñas están escritas estas
palabras: llame para confirmar su asistencia y aceptar que nunca, por todo el
tiempo que existe, usted saldrá de ella.
Usted vivirá para siempre en nuestra fiesta. ¿Imaginaron lo que
sentiríamos? ¿Llamaríamos para
confirmar y estaríamos desde ese instante, eternamente, en la
fiesta? ¿La idea de la fiesta sin fin? Sería terrible. Saber que no voy a terminar
nunca quitaría todo peso a la carga que ahora (por llamarlo de alguna forma)
voy a llamar vida. La conciencia de lo perecedero está asimilada en nosotros
como el hecho de respirar. Solo por eso las cosas pasan a diferentes niveles y
planos existenciales. Aunque a pesar de eso (o por eso) el hombre sueña y desea
no morir, vivir eternamente. La religión se apresuró para darnos la esperanza
de una vida eterna. ¿Realmente una vida eterna?
¿No tenemos que morir primero? Por supuesto, no podrían tentarnos con el
conocimiento de esta porque vivimos, como dije antes, con la convicción de que
perecemos. Entonces, ¡voila!, aquí entra la fiesta, la eterna, la soñada. Miremos las letras pequeñitas:
¿qué dicen? Ya todos sabemos lo que dirán y exigirán de nosotros esas
aparentemente ingenuas palabras. Entonces, concluyendo; en la fiesta que si terminará,
en la que estamos, es en la única donde podemos bailar, si bailar
podemos, o mirar y tomar, o estarnos sentados moviendo los pies al ritmo que
nos tocan. Todo lo demás es sueño.
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