Reviso apuntes viejos, cosas escritas hace ya un
buen tiempo y todas tienen en común la melancolía desmesurada. Algunas chorrean
una mermelada espesa que se derrama lentamente hacia abajo. Me alegro al leerlas y saberlas inservibles y
avejentadas. Es inútil luchar por
desprenderse de todo, pero hay que buscar la forma de ir acomodando la
basura para seguir sin que te desmorones
y caigas en el hueco profundo de la locura. Un día decidí que había llegado al
límite de poder soportarme. Agarre toda esa mescolanza innecesaria que
revolotea en mi cabeza y la puse a buen recaudo en otro lugar. Sé donde están,
porque no puedo hacer borrón y cuenta nueva y aquí no ha pasado nada, pero las tengo bien guardadas. A veces entro
a buscar y es como penetrar en un enorme
gallinero y escoger al azar cual de los bichos que allí habitan se convertirá en el fricase de la tarde.
Vuelan alrededor mío haciendo piruetas,
gritando palabras conocidas, tentándome
y huyendo cuando trato de atraparlas. Es mejor si puedo
ir dejando poco a poco olvidado lo que me golpea
y vivir el hoy y si llego a
mañana, pues entonces, aprovechar.
Cada cierto tiempo abro la puerta
del gallinero y lanzo hacia adentro
lo que me persigue
insistentemente. Ahora que reviso lo que he escrito, creo que nombrar
gallinero a ese lugar imaginario es un poco forzado o no describe realmente lo
que quiero decir, pero tiene una oculta relación con mi niñez. Tenía más o
menos diez años de edad o tal vez once y me pasaba toda una semana en una granja
de presos de mínima seguridad en Pinar
del Rio, visitando a mi padre, que cumplía una sentencia de varios años y era el cocinero de aquel lugar. En el
centro, el barracón donde dormían los hombres, al lado el comedor y detrás un
enorme gallinero casi tan grande como las otras construcciones. Cientos de
gallinas vivían allí y un día entramos a agarrar algunas para la comida. Aquel
preso colecciono pedazos de palos, piedras y entramos. Las aves corrían
desesperadas de un lugar a otro y el cacareo y el batir de las alas
ensordecían. Vi como agarro un pedazo de tronco y lo lanzo con extrema
fuerza a un grupo. Huyeron todas,
dejando a dos de ellas retorciéndose en el suelo, heridas de muerte. Después me
insto a que hiciera lo mismo y lancé mi proyectil. Una gallina quedo boqueando,
tratando de respirar aire inútilmente.
Sentí rabia, porque la melancolía estaba a mis pies, herida.
No comments:
Post a Comment