Sunday, March 30, 2014

De mecánicos y doctores.


Tratar con mecánicos, es igual que hacerlo con los doctores: es como pisar terreno pantanoso. Uno no sabe hasta dónde es el alcance de la verdad o el de la mentira.
Cuando, por necesidad, llego frente a un mecánico, alguien como yo, que al levantar el capó de un carro, duda, de cuál es el tubo por donde se echa el aceite o donde va el líquido del radiador, me siento a su merced.
Cuando un mecánico me indica, señalando el motor, los problemas que ha encontrado, es más o menos la misma sensación que he tenido cuando regreso a la consulta del médico, para que me dé el resultado de los análisis. Estoy a sus pies, esperando, ansioso, lleno de temores, atento a su cara, al mínimo gesto que delate una mala noticia.
Siempre pienso que algo no está bien, que me voy a enterar de cosas que no quisiera escuchar. Y me da pánico.
No sonrían al leer esto, no crean que es solo un relato más para el blog que escribo siempre medio en broma, medio en serio. Esto es serio. Siempre sucede. Temo a los mecánicos tanto como a los doctores.
Mejor dicho, les temo más a los mecánicos que a los doctores.
El médico, trata conmigo de mis problemas. Algo siempre tiene lógica en lo que diagnostica, porque todo tiene que ver con lo que me sucede, con los males que voy padeciendo, soportando y la mayoría de las veces, esquivando. Ya el daño, de alguna manera, se ha convertido en compañero, es un conocido que duerme en mi cama, se ducha conmigo, que comemos juntos, que despertamos unidos.
Con el carro, el diagnóstico casi siempre parece hiperbólico. Un carro es una cosa maravillosa que uno posee, mientras se enciende cuando quieres que encienda, cuando te lleva desde el punto A al B y de nuevo te regresa sin contratiempos al punto A. Todo está bien cuando abres la puerta de la casa, apurado, y allí está, esperando, y te acomodas en él y enciendes la radio, el aire acondicionado y mientras uno va pensando en cualquier cosa,  se desliza por las calles.
Pero cuando algo falla, cuando esa máquina dócil que era tu esclava decide rebelarse, todo cambia. Y cuando digo todo, es todo.
No es solo un pedazo de lata dando problemas. Es que se nubla el cielo, las personas que te rodean dejan de parecerte interesantes, el aire se hace pesado, la risa ajena parece burla.
Un carro descompuesto cambia la vida. Que digo la vida, cambia tu forma de pensar, tu filosofía, hasta la visión política. Interfiere en la vida amorosa, en los recuerdos más antiguos, en el trato con la familia, con los animales, los amigos, los vecinos (esto de los vecinos es literatura: jamás tengo trato con los vecinos).
Nunca he sido más libre que cuando he visitado lugares donde el transporte público es primordial. En donde, para llegar a cualquier lugar, solo he tenido que abordar un metro, después  subir las escaleras y encontrarme cara a cara con la ciudad.
Cuando conocí a Mariana, ella trabajaba en una oficina en Kendall.  Yo descansaba viernes y sábado. Cuando ella terminaba, el viernes, allí estaba, esperándola. Dejábamos su carro en el parqueo del edificio y salíamos en el mío a disfrutar la noche.
No fueron una, o dos; fueron muchas, las veces que, ya de madrugada, felices, cansados, regresábamos a mi casa, y al aparcar, nos mirábamos, gritando al unísono: ¡el carro!
Nos habíamos olvidado por completo del traste, que quedó en el otro extremo de la ciudad. Frustrados, teníamos  que volver, para recogerlo.
Pero bueno, ya no voy a seguir dándole vueltas a lo que me motivó a escribir todo esto. Fue el dolor de pagar más de cuatrocientos dólares por un arreglo, que ni siquiera sé muy bien que es.
Hablé con el mecánico sobre el tema, pero no entendí nada.

1 comment:

  1. Está agradable, simpático. Vaale, Marco. Armando

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