Sunday, March 9, 2014

El diario (séptima parte)


Según María, mis pesadillas no tienen nada que ver con la pastilla que me obligan a tomar, pero yo sé que ella, a pesar de ser lo único que hay aquí adentro que vale la pena, no deja de ser una enfermera más que tiene que reportar a los doctores y ganarse su cheque semanal. María es ese olor que la persigue y es el dinero que lleva a casa. María-olor-dinero-ventana-reloj-ciudad-pastillas-locura.
Me aconseja que se lo cuente todo al doctor, porque María en el fondo cree que soy únicamente un enajenado mental,  de los cientos que habitamos este hospital. Me habla bajito, inclinándose hacia delante y susurra con complicidad:
─ Cuéntale todo, él tiene que saberlo todo.
María cree realmente que estoy loco. Todos lo creen.
Desde siempre las pesadillas se repiten. A mi padre lo perseguía un dragón rojo que quería calcinarlo y que terminó  acabando con él. A mí no me persigue nadie. Yo, en mis sueños, estoy perdido, a veces en un lugar hermoso, solitario, muy triste. Y de todos esos lugares, no sé cómo escapar. Porque mi único deseo es escapar, y no encuentro la forma de hacerlo.
Anoche desperté con terror. No grité como hacen los demás, pero temblaba y sudaba, buscando a mí alrededor la sombra del sueño que  al cabo de varios minutos todavía rondaba por el cuarto a oscuras. Ahora que logré estar un rato solo, trato de describir esa pesadilla: 
Era la ciudad y había frio. La calle de adoquines, húmeda, junto a un mar espeso. La entrada del hotel moderna, con sillas y sofás y plantas verdes y rojas. La habitación donde dormía, un espacio cuadrado donde casi no podía moverme. Busco en las gavetas de un mueble blanco, afeminado y antiguo. No encontraba nada porque los cajones estaban vacíos, y no paraba de abrirlos, desde el primero de arriba hacia abajo, y después a la inversa.
Salgo al pasillo, y mientras caminaba, las paredes se encogían o se anchaban y susurraban a mi paso. Parada en la puerta de otro cuarto  está la mujer que había visto sentada en la entrada introduciendo las manos en la tierra de las macetas. Abría las manos, y volvía a vaciar la tierra, y las enterraba, recogiendo más. Me miró,  y los ojos eran verdes intensos, acuosos, como de un reptil viejo.
─ Te cuesta la ciudad, ¿verdad? ─ me dice cuando me acerco.
─ ¿Siempre es así el frío y el mar? ─ pregunto.
─ Solo en la tierra hay calor ─ es su respuesta.
Salgo a la calle. El mar se encarama por las paredes y deja una capa viscosa que chorrea lentamente. Las personas parecen no darse cuenta de que caminan sobre basura, enjambres de insectos, zapatos, trozos de embarcaciones. Van hacia varios puntos de la ciudad con determinación, atravesando todo lo que se interpone a sus pasos.
Me siento sobre los adoquines de frente a las olas que se acercan reptando hasta mis pies. Tengo frío. Miro a mí alrededor y estoy solo, y trato de recordar qué era lo que buscaba en las gavetas del mueble blanco.
La mujer de los ojos de reptil se sienta a mi lado y recoge, en un gesto que la hace hermosa, las piernas, y apoya el mentón a las rodillas.
─ Ya no me voy; antes sí, pero ahora ya no quiero irme más ─ dice de pronto.
Parece que le hablara al mar.
─ Quiero irme, pero no encuentro la forma ─ le digo, tratando de que la angustia no  me delate.
─ No veas nada, no busques nada ─  responde, y me mira a los ojos.
Sus labios se juntan y forman una hilera de pequeños surcos húmedos.
Me pregunto si sonríe, pero ya volteó  la cabeza y observa las olas como chapotean lentamente y vuelven a caer. Ahora estamos en silencio. Todo está en silencio. Las cosas chocan contra las paredes y estallan y caen, y a pesar de ello, la calma envuelve a la ciudad.
Entro al hotel. Subo a la habitación por un pasillo estrecho, tan iluminado que me molesta los ojos. El mueble abierto, con las gavetas hacia afuera. Busco. Encuentro pedazos de botellas rotas, un lápiz, piezas  viejas de un juguete rojo.
─ No sé cómo puedo hacerlo ─ le digo a la mujer de los ojos de reptil que de pronto veo a mi lado.
─ Ya yo no me voy; antes sí, ahora, no me voy ─ responde mirando hacia la pared, como si hablara con ella misma.
─ ¡Tengo que irme, cojone! ─ grito.
─ Antes, sí, ya, no ─ dice ella, lentamente.
Sigo gritando. No escucho mi voz. 

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