Sunday, April 20, 2014

La aventura



Estoy atravesando una especie de aventura que llevaba tiempo posponiendo. Mi aventura se llama Doctores.
En este instante, son las 7:39 am, es sábado, y estoy sentado en el salón de espera de la clínica donde me chequeo la salud.
Soy, conmigo mismo, de la misma forma como me relaciono con los carros: un desastre.
Cuando he tenido un carro nuevo, no me he preocupado absolutamente de nada, salvo de que tenga gasolina, porque de lo contrario, no andaría. Cualquier otro síntoma, lo paso por alto. Mi lema mejor: mañana se verá.
Así he sido también con mi salud. El cuerpo ha ido dando señales de deterioro y le he hecho caso omiso la mayoría de las veces. Y, al igual que con los carros ya cuando son cascarones inservibles, les presto más atención. Asustado y lleno de problemas acudo corriendo a los médicos.
Como dije al principio, es toda una aventura.
En otro relato anterior hablé de mis dos visitas anteriores. La primera vez que me vio el doctor y la segunda, cuando me hicieron los análisis. Todo transcurrió más o menos como esperaba. Al siguiente día (que era jueves) me llamaron de la clínica, diciéndome que debía regresar a buscar los resultados. Eso quiere decir que algo anda mal.
Le pregunté a la mujer que habló conmigo si tenía que hacer otra cita, a lo que me respondió que no, que sería por orden de llegada, antes de las 4:00 pm.
El viernes, salí del trabajo a la 1:00 pm y llegué a la clínica a las 2:06 pm.
Al tratar de abrir la puerta, comprobé que estaba cerrada. Veía a través del cristal el salón lleno de gente, y la recepción con las dos mujeres que la atienden. Les hice señas de que me abrieran la puerta, y me ignoraron. Todavía en ese momento pensaba que era una equivocación. Volví a tocar la puerta y vi como un señor muy viejo se levantó de la silla y caminaba hacia mí. Qué bueno, me abrirán la puerta al fin, pensé.
! Qué ingenuo pude ser todavía! Aquel viejo me gritó desde adentro:
─ ¡Ya está cerrado, no toque más!
Desconcertado, no creyendo en lo que me sucedía, le expliqué, acercando mi boca a la ranura de la puerta, que por favor me abriera, que debía de hablar con la recepcionista.
─ ¡No moleste más y venga otro día!─  fue su respuesta.
Ese es el instante en el que todo puede volcarse. Me sentí agredido, humillado, pateado, como si me hubieran escupido en el rostro. Mi primera intención fue responder de la misma forma, patear, gritar, cagarme en la madre de aquel energúmeno, de aquellas dos mujeres que ignoraban mis pedidos; ser un animal, hablarles en el idioma que conocen, provocar el caos.
Llamé con mi teléfono al número de la clínica y como es habitual, una grabación me pedía dejar un mensaje. Estaba petrificado de rabia. No me moví del lugar, esperando a que alguien saliera.
Una señora, también muy vieja, abrió para salir y se quedó parada, autoritaria, sin dejarme pasar:
─ Está cerrado─ balbuceó la mujer.
─ ¡Apártese!─ grité.
No puedo imaginar cuál sería mi expresión corporal, porque aquella anciana se apartó con cara de pánico, como si un terrorista con un pasa montañas y una granada en cada mano hubiera penetrado por la fuerza. De la misma forma me miraron las otras dos mujeres.
Haciendo un esfuerzo, traté de explicar, lo más calmado posible, que había sido avisado y que me informaron que hasta las cuatro podía venir.
─ No el viernes. El viernes es hasta las dos de la tarde.
─ No me lo informaron así.
─ Porque usted no preguntó.
─ Sí pregunté.
─ Eso fue el jueves, hoy viernes es hasta las dos.
─ Pero me lo hubieran dicho.
─ Los horarios están afuera, señor.
─ No los vi.
─ Lo siento, pero están afuera.
─ He perdido horas de mi trabajo, vengo desde muy lejos, desde Pompano Beach.
─ Ya estamos cerrados.
─ Usted debió de haberme escuchado, dejarme entrar, no sabía qué me pasaba, podría haber sido una emergencia.
─ Estamos cerrados ya.
─ ¿Usted es un robot, señora?
─ Usted está muy alterado, señor.
─ ¡Lo estoy, sí, es horrible; es rude lo que han hecho enviando a esos viejos a tratarme como a un delincuente!
Regresé a la casa, frustrado. Me sentía herido, burlado. La cara bobina de la recepcionista estaba frente a mí todo el tiempo. Mientras me duchaba, con el agua casi fría, imaginaba terribles venganzas. Sería monstruosa mi respuesta. Mis planes para causarle dolor harían palidecer la película Saw. Mientras más cosas truculentas imaginaba, más me calmaba.
Después, pasaron las horas, y olvidé el desagradable episodio.
Hoy volví. Miro a la recepcionista que me cobra. Trato de traer de vuelta el odio que me produjo ayer. No puedo. Observo la piel de momia de su cara, los ojos que huyen de mi mirada, su boca como una línea pintada de un color barroso, como una mueca de apatía genética. No siento ninguna simpatía, pero tampoco siento odio. Por un instante algo como la lástima me asalta. No, lástima no. Lástima nunca, me digo, regresando a sentarme para esperar mi turno.
Me molesto conmigo cuando puedo llegar a ser tan ridículo. Pero le doy un crédito a la mujer: ¡me diste el pie para un relato, cabrona!
Eso me tranquiliza aún más. Casi sonrío, y sigo escribiendo.



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