Sunday, March 30, 2014

De mecánicos y doctores.


Tratar con mecánicos, es igual que hacerlo con los doctores: es como pisar terreno pantanoso. Uno no sabe hasta dónde es el alcance de la verdad o el de la mentira.
Cuando, por necesidad, llego frente a un mecánico, alguien como yo, que al levantar el capó de un carro, duda, de cuál es el tubo por donde se echa el aceite o donde va el líquido del radiador, me siento a su merced.
Cuando un mecánico me indica, señalando el motor, los problemas que ha encontrado, es más o menos la misma sensación que he tenido cuando regreso a la consulta del médico, para que me dé el resultado de los análisis. Estoy a sus pies, esperando, ansioso, lleno de temores, atento a su cara, al mínimo gesto que delate una mala noticia.
Siempre pienso que algo no está bien, que me voy a enterar de cosas que no quisiera escuchar. Y me da pánico.
No sonrían al leer esto, no crean que es solo un relato más para el blog que escribo siempre medio en broma, medio en serio. Esto es serio. Siempre sucede. Temo a los mecánicos tanto como a los doctores.
Mejor dicho, les temo más a los mecánicos que a los doctores.
El médico, trata conmigo de mis problemas. Algo siempre tiene lógica en lo que diagnostica, porque todo tiene que ver con lo que me sucede, con los males que voy padeciendo, soportando y la mayoría de las veces, esquivando. Ya el daño, de alguna manera, se ha convertido en compañero, es un conocido que duerme en mi cama, se ducha conmigo, que comemos juntos, que despertamos unidos.
Con el carro, el diagnóstico casi siempre parece hiperbólico. Un carro es una cosa maravillosa que uno posee, mientras se enciende cuando quieres que encienda, cuando te lleva desde el punto A al B y de nuevo te regresa sin contratiempos al punto A. Todo está bien cuando abres la puerta de la casa, apurado, y allí está, esperando, y te acomodas en él y enciendes la radio, el aire acondicionado y mientras uno va pensando en cualquier cosa,  se desliza por las calles.
Pero cuando algo falla, cuando esa máquina dócil que era tu esclava decide rebelarse, todo cambia. Y cuando digo todo, es todo.
No es solo un pedazo de lata dando problemas. Es que se nubla el cielo, las personas que te rodean dejan de parecerte interesantes, el aire se hace pesado, la risa ajena parece burla.
Un carro descompuesto cambia la vida. Que digo la vida, cambia tu forma de pensar, tu filosofía, hasta la visión política. Interfiere en la vida amorosa, en los recuerdos más antiguos, en el trato con la familia, con los animales, los amigos, los vecinos (esto de los vecinos es literatura: jamás tengo trato con los vecinos).
Nunca he sido más libre que cuando he visitado lugares donde el transporte público es primordial. En donde, para llegar a cualquier lugar, solo he tenido que abordar un metro, después  subir las escaleras y encontrarme cara a cara con la ciudad.
Cuando conocí a Mariana, ella trabajaba en una oficina en Kendall.  Yo descansaba viernes y sábado. Cuando ella terminaba, el viernes, allí estaba, esperándola. Dejábamos su carro en el parqueo del edificio y salíamos en el mío a disfrutar la noche.
No fueron una, o dos; fueron muchas, las veces que, ya de madrugada, felices, cansados, regresábamos a mi casa, y al aparcar, nos mirábamos, gritando al unísono: ¡el carro!
Nos habíamos olvidado por completo del traste, que quedó en el otro extremo de la ciudad. Frustrados, teníamos  que volver, para recogerlo.
Pero bueno, ya no voy a seguir dándole vueltas a lo que me motivó a escribir todo esto. Fue el dolor de pagar más de cuatrocientos dólares por un arreglo, que ni siquiera sé muy bien que es.
Hablé con el mecánico sobre el tema, pero no entendí nada.

Wednesday, March 26, 2014

Encuentro cercano con un policía pigmeo.


Aquella noche regresaba de vuelta al tráiler, cansado, después de trabajar horas enteras limpiando oficinas, baños cagados, quitando el polvo, pasando la aspiradora por pasillos interminables, recogiendo basura.
Lo hacía tratando de relajarme, obligándome a pensar en cosas positivas, yendo por el Palmetto Expressway; pero era imposible pensar en cosas positivas.
A esa hora,  la ciudad dormía, los esclavos  descansaban para recuperar fuerzas. Otro día de labores les esperaba.
Ellos dormían y yo ni eso podía hacer. Tenía que llegar al cajón de lata mugriento que era mi casa, para darme una ducha y caer en la cama. Tendría que despertarme otra vez, a las cinco de la mañana, para ir a la factoría, y después, otra vez, en la tarde, a limpiar la mierda de otros.
Pelearía con mi mujer, como cada noche, como cada día, como cada instante. Gritaríamos, la odiaría, nos pegaríamos, me odiaría, la vería llorar, la vería  fingir que lloraba.
Al final, templaríamos con rabia, con odio.  Con el placer y el odio que arrastramos, mezclados  como agua sucia, como nuestra relación.
Así  iba pensando mientras me dirigía hacia la próxima salida, en Okeechobee Rd, que era la mía.
Miré por el retrovisor.  Se acercaba un carro de policía con las luces puestas. Me aparté instintivamente del carril.  Me sobrepasó a más de cien millas por hora. Salió por el mismo Exit al que me dirigía.
Contento de que no era conmigo su tormento, seguí mi camino.
Bajé en Okeechobee Rd.
Allí estaba el carro de policía volcado, incrustado contra otro auto y un signo de Stop, derribado.
El chofer del auto chocado se bajaba, imagino que muerto de miedo, mientras el policía, medio aturdido, le gritaba. No entendí lo que gritaba. Estaba recostado, maltrecho, al maletero.
Como la cosa no era conmigo y como le tengo un odio visceral a  los que imponen la ley, que son unos hijos de putas, continué  tranquilamente, contento de ver al cabrón que casi me desbarata hacía dos minutos, todo magullado, como un perdedor.
Doblé hacia la izquierda. Me dirigí hacia el campo de tráiler donde vivo. Que se joda; ¡que se jodan los policías!, gritaba eufórico, sacando la cabeza por la ventanilla abierta y sintiendo el olor a aceite y de agua estancada que inundaban el barrio. Más o menos de esa forma iba, cuando veo por el retrovisor unas luces rojas y azules, muy cerca, casi empujándome por detrás.
Me arrimé  a la derecha y activé  los intermitentes. Quise salir del carro.
─ No salga del auto ─ anunció una voz  robotizada ─ no salga del auto ─ repitió el robot de los altoparlantes.
El policía se paró junto a la ventanilla.
─ Licencia, comprobante de seguro y registración.
Se los entregué. Estaba en las manos de un hijo de puta. Un hijo de puta de los mayores. Lo supe al mirar sus ojos de rata, su boca de perro y su estatura de pigmeo. Un pigmeo con poder es doblemente peligroso.
─ Salga del auto ─ ordenó.
Decía auto, no carro, como todos en este pueblo. Salí. Lo miré desde arriba. Sentí pánico. Un enano junto a un hombre más alto, puede ser  terrible, sobre todo si ostenta el  poder.
─ My partner te venía siguiendo a más de ochenta desde la veinticinco calle, donde te subiste al Palmetto ─ me dijo mirándome a los ojos, sin pestañear.
Este es el mismo robot, de metal líquido, de Terminator, pensé aterrado.
─ Oficial─ contesté, con un hilo de voz ─ yo me subí en la cincuenta y ocho, y venía a menos de cincuenta millas por hora.
─ ¿Te pregunté algo? ─ me interrumpió el robot- Dime: ¿te pregunté algo para que me respondieras?
Pasaban otros carros. A esa hora de la noche todo parecía más inhóspito. El pigmeo, se quedó mirándome, esperando alguna respuesta mía. Guardé silencio.
─ Para colmo ─ continuó─ cuando se accidentó, seguiste tu camino y huiste de la escena del accidente.
Creí que me orinaría de terror. Me vi envuelto en un malentendido con la ley. Escenas maquiavélicas desfilaban por mi mente. Ya sentía los golpes, las patadas en el suelo, me veía sangrando, maniatado, gritando de dolor, temblando de miedo.
─ Oficial─ dije, tratando de no echarme a llorar ─ puedo explicarle.
El pigmeo  me observaba desde su ángulo inferior, vencedor, poderoso, arrogante.
─ Adelante ─ dijo.
─ Oficial, esto es un malentendido. El policía que se accidentó no venía persiguiéndome a mí.
─ ¿Y a quién entonces? ─ contestó el robot.
─ Eso no lo sé, oficial.
Vi que dudaba. Sentí una suave ola de esperanza.
Fue  hasta el "auto", como él lo llamaba y habló con alguien. Pasaron los minutos. Me parecían horas, días, meses. Tenía cada vez más deseos de orinar. Creí que no iba a poder aguantar.
Regresó el Robocop líquido.
─ Aclarado el asunto ─ pronunció Robocop ─ Pero antes te voy a dar un consejo.
Me cago en tu madre y en tu consejo, pensé. Traté de poner mi mejor cara de subnormal.
─ No contestes cuando no te preguntan. Podía haberte detenido por faltarme el respeto. ¿Entendido?
─ Entendido ─ respondí.
─ Ahora puede irse, ciudadano.
Robot desgraciado, si pudiera te apretaría el pescuezo, ¡maricón!
Al mismo tiempo, me sentí tan contento que me dieron deseos de abrazar al mamarracho liliputiense.
Okeechobe Road estaba desierta.
Manejé  mirando por el retrovisor para asegurarme de que no me seguían.
Al otro lado del canal, un campo de tráiler con la miseria ajena.
A la izquierda se dibujó, delante de mí, el campo de tráiler de mi propia miseria.



Monday, March 24, 2014

Construção


Cuando supe que mi nuevo lugar de trabajo sería una habitación cerrada, con  puerta eléctrica y aire acondicionado, me invadió la alegría. No tendría miradas inoportunas, escucharía el sonido de la puerta al deslizarse ante cualquier intruso y sobre todo, no habría ningún o muy poco contacto con los demás trabajadores.
Inmediatamente, comencé a hacer planes. ¿Planes de trabajo?  No, para nada. Planes para leer más, escribir más, y crearme un espacio donde me sintiera a gusto y a donde quisiera arribar con optimismo cada mañana, después del acto terrible de madrugar.
O sea, un espacio humano, como debe ser.
Tarareando el estribillo de una canción del grupo Niche, (que Mariana odia), fui seleccionando los libros que llevaría, los cargadores de la tablet, del teléfono, mi libreta de notas, y hasta el manuscrito mecanografiado de una novela espantosa que terminé hace más de veintisiete años, y que se ha convertido en la guía que me demuestra cuánto hay que aprender para escribir algo que valga la pena.
Es más, voy a confesar que empaqué parte de mi colección de figuritas y personajes fantásticos para rodearme de las cosas que me gustan. Puse en mi mochila (escondido de Mariana) los esqueletos de dinosaurios que robé de una tienda en el zoológico, mi Batman preferido (dejé dos más en la casa), una pequeña ánfora griega que traje desde Atenas hace veinticinco años que me serviría para poner bolígrafos, lápices y otros andariveles; dos autos de carrera, Tow Mater, la vieja grúa de la película Cars, varios monstruos galácticos, el Pinocho de madera, Mike Wazowski, el ojo verde de Monsters, Inc, y al Cojo y Muerte Negra, sendos caballos con corazas en forma de carabelas, (a uno le falta una pata).
Comenzó la construcción y tuve que trabajar más de dos meses con un calor insoportable, entre tornillos tirados por el suelo, maderas, trozos de metales, polvo, gritos, ruidos, taladros, martillos, más gritos de los constructores, y lo peor: la supervisión de uno de los jefes más siniestros, de los tantos que hay por aquí.
Pero a pesar de todo, era feliz. Sobreponiéndome a las molestias, imaginaba cómo sería mi vida laboral cuando todo terminara, y en varias ocasiones hasta complicados pasillos de baile ejecuté, al comprobar que nadie me observaba.
Uno de los días, derritiéndome de calor y cubierto de un polvo blanco que lo cubría todo, me acerqué al siniestro mayor y tímidamente le pregunté qué cuándo instalarían el aire acondicionado. No puedo olvidar la cara de satisfacción que se le dibujó al contestarme que eso sería lo último que se haría. Hice un gesto de aprobación con la cabeza y me retiré a mi rincón, haciéndome la promesa de no preguntarle nada más.
Ya estoy instalado. Bauticé el lugar como The White House porque las paredes son blancas, y se levanta, imponente, en el centro del almacén.
En un espacio, frente a la máquina, colgué una reproducción de Campo de trigo con cuervos, de Van Gogh, Mujer frente al espejo, de Picasso, y varios dibujos de mis nietas y de Joel Núñez, un amigo, además de excelente pintor.
Mike, el tipo que trabaja en el turno de la noche, por su parte, colgó un almanaque con mujeres medio en cueros, posando paradas o subidas sobre autos de lujo, una foto de Bob Marley y otra de una mulata haciendo propaganda de un vino, vestida con un traje de bucanero. La rubia que posa en el mes de abril, que es el de mi cumpleaños, me produce extraños pálpitos en el pecho cuando la veo. Trato de mirarla lo menos posible.
Pero todo estuviera perfecto si no fuera porque, al estar tan encerrado, he perdido la señal de Internet y además, casi no me puedo comunicar por mi celular. Alguna que otra vez, entra la señal, pero la mayoría de las veces, no.
Creí que iba a enloquecer. No estar conectado a la red es algo trágico para mí. Pero no puedo hacer nada al respecto. Cuando necesito buscar alguna cosa, voy al baño, y en ese tiempo, sentado en la toilette, navego por la red.
Y aquí estoy, de lunes a viernes, desde las 6:00 am hasta las 3:30 pm, trabajando, leyendo, escribiendo, tratando de pasar desapercibido, rodeado de mi ecléctica decoración, dentro de mi Casa Blanca particular, hasta que venga otro cambio o hasta que uno de los siniestros me detecte.


Saturday, March 22, 2014

Poema


En mi casa pernoctan los que arriban desde otras orillas
en manadas
los gatos desahuciados
los peces perdidos.
Los nietos se adueñan de los baños, de los rincones polvorientos
las gavetas olvidadas
del techo, del suelo, de las paredes manchadas.
Los enfermos toman posesión de mi sillón predilecto
y en la sala, descansan a un lado, la silla de ruedas, los frascos, el bastón inútil.
Tú y yo, sorteamos los escollos
las trampas
nos agarramos a las columnas
gritamos a veces y hasta reímos otras.
Podría escribir aquí que también lloramos
pero no, no es eso lo que quiero escribir.
Solo quería decir: mi casa
y así, sencillamente
nombrarlo todo.

Pompano Beach
Marzo, 2014

Saturday, March 15, 2014

Un hermoso lugar junto al lago


Hace unos veinticinco años pensaba que cuando llegara mi madre nos sentaríamos en el césped, frente a un lago de Miami Lakes y conversando, mirando a los cisnes, los patos, el agua, disfrutaríamos de estar juntos y de la belleza del lugar.
Una tarde, casi sin darme cuenta, llegó, y nunca la traje al lugar paradisíaco que le tenía destinado, tan cerca de mi casa. Siempre que paso por ahí no dejo de recordar esa época, con los deseos y planes que elaboraba. Mi madre y yo, en mi mente, nos hemos sentado juntos allí, miles de veces.
Recuerdo que cuando todavía vivía en La Habana y nos reuníamos un grupo de amigos para hablar de literatura, de los proyectos que teníamos en mente, la fantasía flotaba en el aire. Había un estremecimiento por la vida futura, tan lejana como cualquiera de los cuentos que nos leíamos y escribíamos con pasión.
Me imaginaba en los Estados Unidos, sobre una motocicleta, corriendo libre por carreteras solitarias, llevando a mis espaldas una guitarra, mi única pertenencia. Tiene que pasar mucho el tiempo para poder decir cosas tan ridículas, tan infantiles, y salir ileso. Hablar de carreteras solitarias (que solo se ven en las películas) y pensar en una guitarra, yo, que desafino hasta cuando toco a una puerta. A pesar de todo, no dejábamos de ser un grupo de jóvenes desinformados, soñando un mundo mejor.
Pero las cosas, o la vida, van dando vueltas descontroladamente y hoy, en este preciso instante en el que escribo esto en mi tablet, lo hago sentado en el lugar que reservé, en mi imaginación, hace ya más de veinticinco años, a donde traería a mi madre para conversar. Miro en derredor. Todavía mantiene una cierta belleza,  aunque ya no veo cisnes. Ni tampoco me resulta tan hermoso. Las casas que rodean el lago, que antes me parecían mansiones majestuosas, ahora son casas viejas. Me molesta la hierba sobre la que estoy sentado, y siento un cansancio inmenso y una zozobra extraña que no me deja tranquilo.
Estoy en este lugar por razones completamente diferentes a las que tenía hace ya tanto tiempo. Hoy, a las 4:30 am, cuando me disponía a ir a la estación para tomar el tren que me llevaría al trabajo, el carro no arrancó. Así de sencillo.
Mariana me llevó. Ya de vuelta, alguien que trabaja conmigo y viene en el mismo tren, me trajo hasta aquí, porque se le hacía camino y de esa manera, quedaba más cerca de casa. Así que todo este rodeo romántico, facilón, no exento de ridículo, no es más que el desenlace de una situación engorrosa y vulgar, donde un cacharro se descompone en el instante más alucinante.
Llamo a Mami por teléfono. Le digo que estoy en el lugar que tantas veces le mostré. No lo recuerda. No tiene ni idea de que existiera un lugar paradisíaco donde yo haya querido llevarla a ver patos.
Hablamos de otras cosas. Está distante. Lo presiento desde la primera palabra que pronuncia. Conozco cada tonalidad de su voz. Sé si se siente bien, si alguien está con ella, si mis hermanas están cerca. Es más, sé hasta cuál de mis dos hermanas la acompaña cuando hablamos.
Sola, mi madre es otra persona. Tenemos conversaciones largas, le hago preguntas del barrio, de la familia, a veces reímos. Pero las cosas cambian cuando está acompañada.
Me dice que tiene dos cartas, que necesita que se las lea, porque están en inglés y que le cambie la hora al reloj de la cocina.
De pronto, me siento triste.
Es una sensación que se extiende desde los pies y duele.  Me levanto y doy algunos pasos sobre el césped para estirar las piernas y mandar al carajo la melancolía. Es un ejercicio que me da resultado la mayoría de las veces. La melancolía chorrea lentamente, y si uno no se la espanta de encima, lo impregna todo.
Falta poco para que Mariana llegue a recogerme.
Se acerca una mujer con un perrito blanco. La mujer habla por teléfono. El perro caga y mea cerca de mí. Miro la mierda saliendo y disimuladamente, cruzo dos dedos. Hacíamos eso cuando éramos pequeños, para que el animal no pudiera cagar. Aquí no funciona igual, porque el perro caga tranquilamente, ignorándome.
La mujer también me ignora. No deja de conversar. La observo. Está vestida aún de la oficina, con unos pantalones negros, anchos y una blusa azul. Los tacones se le hunden en la tierra.  Habla, molesta con alguien que le reclama alguna cosa. Se justifica. Miente, lo veo en sus ojos que miente descaradamente. Me disgusta su tono de voz. Habla inglés perfectamente, pero de pronto, mezcla palabras en español; una, dos palabras sueltas. Es cubana, pienso, por las cosas que dice.
El perrito se acerca y me olfatea los zapatos. Lo odio. Siento deseos de mandarlo de una patada directo al lago. Veo al perro volando con un aullido y cayendo ¡plaf! en el agua, mientras la dueña grita histérica. Me encanta la imagen. La repito; el perrito vuela chillando y cae en el agua ¡plaf!.
Le sonrío al perro que no para de olisquear por todos lados mientras corre de un lugar al otro, hasta donde se lo permite la correa que lleva amarrada al cuello. La mujer ahora me mira mientras habla, intrigada, con desprecio, como si en ese instante se hubiera dado cuenta de que yo estaba allí y le molestara mi presencia. Hala al animal y lo aleja de mí.
Miro la hora en el celular. Timbra. Es Mariana.
─ Te estoy mirando ─ me dice.
Viro la cabeza por encima del hombro y veo el carro. Me levanto,  y voy hacia él.



Sunday, March 9, 2014

El diario (séptima parte)


Según María, mis pesadillas no tienen nada que ver con la pastilla que me obligan a tomar, pero yo sé que ella, a pesar de ser lo único que hay aquí adentro que vale la pena, no deja de ser una enfermera más que tiene que reportar a los doctores y ganarse su cheque semanal. María es ese olor que la persigue y es el dinero que lleva a casa. María-olor-dinero-ventana-reloj-ciudad-pastillas-locura.
Me aconseja que se lo cuente todo al doctor, porque María en el fondo cree que soy únicamente un enajenado mental,  de los cientos que habitamos este hospital. Me habla bajito, inclinándose hacia delante y susurra con complicidad:
─ Cuéntale todo, él tiene que saberlo todo.
María cree realmente que estoy loco. Todos lo creen.
Desde siempre las pesadillas se repiten. A mi padre lo perseguía un dragón rojo que quería calcinarlo y que terminó  acabando con él. A mí no me persigue nadie. Yo, en mis sueños, estoy perdido, a veces en un lugar hermoso, solitario, muy triste. Y de todos esos lugares, no sé cómo escapar. Porque mi único deseo es escapar, y no encuentro la forma de hacerlo.
Anoche desperté con terror. No grité como hacen los demás, pero temblaba y sudaba, buscando a mí alrededor la sombra del sueño que  al cabo de varios minutos todavía rondaba por el cuarto a oscuras. Ahora que logré estar un rato solo, trato de describir esa pesadilla: 
Era la ciudad y había frio. La calle de adoquines, húmeda, junto a un mar espeso. La entrada del hotel moderna, con sillas y sofás y plantas verdes y rojas. La habitación donde dormía, un espacio cuadrado donde casi no podía moverme. Busco en las gavetas de un mueble blanco, afeminado y antiguo. No encontraba nada porque los cajones estaban vacíos, y no paraba de abrirlos, desde el primero de arriba hacia abajo, y después a la inversa.
Salgo al pasillo, y mientras caminaba, las paredes se encogían o se anchaban y susurraban a mi paso. Parada en la puerta de otro cuarto  está la mujer que había visto sentada en la entrada introduciendo las manos en la tierra de las macetas. Abría las manos, y volvía a vaciar la tierra, y las enterraba, recogiendo más. Me miró,  y los ojos eran verdes intensos, acuosos, como de un reptil viejo.
─ Te cuesta la ciudad, ¿verdad? ─ me dice cuando me acerco.
─ ¿Siempre es así el frío y el mar? ─ pregunto.
─ Solo en la tierra hay calor ─ es su respuesta.
Salgo a la calle. El mar se encarama por las paredes y deja una capa viscosa que chorrea lentamente. Las personas parecen no darse cuenta de que caminan sobre basura, enjambres de insectos, zapatos, trozos de embarcaciones. Van hacia varios puntos de la ciudad con determinación, atravesando todo lo que se interpone a sus pasos.
Me siento sobre los adoquines de frente a las olas que se acercan reptando hasta mis pies. Tengo frío. Miro a mí alrededor y estoy solo, y trato de recordar qué era lo que buscaba en las gavetas del mueble blanco.
La mujer de los ojos de reptil se sienta a mi lado y recoge, en un gesto que la hace hermosa, las piernas, y apoya el mentón a las rodillas.
─ Ya no me voy; antes sí, pero ahora ya no quiero irme más ─ dice de pronto.
Parece que le hablara al mar.
─ Quiero irme, pero no encuentro la forma ─ le digo, tratando de que la angustia no  me delate.
─ No veas nada, no busques nada ─  responde, y me mira a los ojos.
Sus labios se juntan y forman una hilera de pequeños surcos húmedos.
Me pregunto si sonríe, pero ya volteó  la cabeza y observa las olas como chapotean lentamente y vuelven a caer. Ahora estamos en silencio. Todo está en silencio. Las cosas chocan contra las paredes y estallan y caen, y a pesar de ello, la calma envuelve a la ciudad.
Entro al hotel. Subo a la habitación por un pasillo estrecho, tan iluminado que me molesta los ojos. El mueble abierto, con las gavetas hacia afuera. Busco. Encuentro pedazos de botellas rotas, un lápiz, piezas  viejas de un juguete rojo.
─ No sé cómo puedo hacerlo ─ le digo a la mujer de los ojos de reptil que de pronto veo a mi lado.
─ Ya yo no me voy; antes sí, ahora, no me voy ─ responde mirando hacia la pared, como si hablara con ella misma.
─ ¡Tengo que irme, cojone! ─ grito.
─ Antes, sí, ya, no ─ dice ella, lentamente.
Sigo gritando. No escucho mi voz. 

Saturday, March 8, 2014

La época extraña


Dice Milán Kundera, en su libro de ensayos, que si imaginamos a un compositor contemporáneo que escriba una sonata que se pareciera, en toda su forma, a las de Beethoven, y suponiendo también que esa sonata hubiera sido tan magistralmente compuesta, que si fuera de Beethoven estaría entre sus obras maestras; ese compositor contemporáneo solo recibiría la burla y las felicitaciones por ser un genial imitador.
Creo que leí hace un tiempo, que alguien le preguntó a Picasso si él podría pintar como Velázquez. Respondió que sí, pero que entonces no sería Picasso. Si le preguntaron eso y esa fue su respuesta, o confundo las palabras o el personaje, o fui yo el que imaginó una situación tan irracional, no tiene importancia; solo trato de ilustrar la idea de que el hombre es un producto de su época.
Por supuesto que cada descubrimiento, cada paso que da la humanidad es un adelanto. El hombre que dio con la invención de la rueda, se plantó por delante de los que transportaban las cosas arrastrándolas. Edison veía más claramente en su casa al anochecer que todos los demás mortales del planeta porque creó el bombillo. Se adelantaron a su tiempo, dieron un paso adelante.
Pero, y esta es una idea simplona mía: aún esos hombres que crean, que investigan y logran los avances en los que estamos envueltos, son el producto de su tiempo. No pueden desligarse del entorno en el que vivieron o viven.
Ninguno de ellos, ni los artistas, los escritores, los pintores, escultores, científicos, pueden desprenderse de la cultura ambiental, del sistema político, de la influencia de la escuela, de la madre, del país donde nacieron, de la religión, de la lengua, de la historia, de su época.
Todo lo que he dicho hasta ahora no es más que el resultado de las  influencias de lo que estoy leyendo. Dos escritores completamente antagónicos. Cuando me apetece, leo algo de uno y después, más relajado, del otro. Kundera y Casciari.
De Hernán Casciari tengo un libro que descargué en mi ebook, que él mismo colgó en la red para el que lo quisiera leer (un producto de esta época) y quiero, de esta novela  "El pibe que arruinaba las fotos", contar, a mi manera y muy superficialmente, una anécdota que magistralmente escribió:
Cuenta que cuando incursionaba en el periodismo local, logró una entrevista con el escritor Juan Filloy, que vivía en Córdoba y que ese mismo día cumplía cien años. Filloy ya había escrito cincuenta y dos novelas, que publicaba en ediciones de autor (solo para los amigos), con títulos que solo contenían siete letras.
Casciari le pregunta al escritor que si era verdad que Borges y él se odiaban. Sin dudarlo un segundo, Filloy comenzó a narrar la misma historia que contaba a todos lo que querían escucharla y que le producía mucho placer:
Cuando era muy joven, le envió a Borges su novela titulada Estafen. Se la dedicó al maestro con unas simples palabras "Con afecto, Juan Filloy".
No le gustaba salir de Córdoba, pero pasado algunos años, tuvo que viajar a Buenos Aires (ciudad que detestaba) por algunos asuntos personales. No pudo resistirse a visitar las librerías de Corrientes, mejor surtidas que las de su pueblo,  y allí, entre libros viejos, encontró su novela Estafen.
Extrañado tomó en sus manos la novela y cuando abrió la primera página descubrió que era la misma que le había regalado a Borges hacía ya tanto tiempo. Compró el libro y debajo de la primera dedicatoria escribió: "Con renovado afecto, Juan Filloy", y se lo volvió a enviar.
Me gustó mucho esta anécdota, que tiene todos los ingredientes de ser irreal. Corrí a Google y busqué sobre Juan Filloy.  Leí frases de él que ya conocía e ignoraba quién las había escrito, miré sus fotos de viejo inteligente, mordaz,  supe de todas sus novelas que aún no he leído, que ha sido, después de Petrarca, el hombre que más sonetos escribió.
Me sumergí en el universo que me mostró un escritor llamado Hernán Casciari, que a su vez, me regaló una novela sin saber nada de mí, sin conocerme. Y cuento todo esto porque esta es mi época, donde la literatura corre y se transmite por bytes en milésimas de segundos, y de la misma forma se comparte. El instante único en el que vivo.
"Les tocó en suerte una época extraña", diría Borges.

Saturday, March 1, 2014

El Lamborghini


Leí un chiste en internet que me causó risa. Voy a tratar de escribirlo otra vez, más o menos a mi manera y como lo recuerdo:
Estaba un hombre parado afuera de un bar, medio borracho, fumando. Se le acerca otro señor que lo reconoce y le dice, en tono de reproche:
─ Si hubieras ahorrado todo el dinero que te has gastado fumando y tomando, hoy tuvieras un Lamborghini.
El borracho lo mira largamente, expele una bocanada de humo y pregunta:
─ ¿Tú fumas?
─ No.
─ ¿Y tomas?─ vuelve a preguntar el borracho.
─ No, yo no fumo y tampoco bebo alcohol─ responde el otro, orgulloso.
─ Y entonces, ¿dónde carajo está tu Lamborghini?
Hace ya miles de años, recuerdo que mi padre, desesperado por mi vagancia habitual me dio varios consejos:
─ Tienes que pensar en el futuro y dejar a un lado toda esa porquería de música, novelas y musarañas. Si yo tuviera tu edad, las cosas serían muy diferentes.
Traté de imaginar a Papá con mi edad,  con lo que había logrado hasta el momento en que me disparaba su monserga,  y solo vi a un joven lleno de temores, de preguntas sin respuestas, y a un cocinero de tercera que no escuchaba a los Beatles ni leía libro alguno.
Mi padre tampoco nunca tuvo un Lamborghini.
Ayer llevé a Nataly, Rosy y Jonathan a una óptica para hacerse los espejuelos que necesitan. En años anteriores aceptaban mis consejos que consistían en seleccionar la armadura más barata y fea. Siempre he sido un tacaño, pero ellos no se daban cuenta.
Ahora las cosas cambiaron. Los tres van siendo mayores y quieren estar a la moda, y la moda es imitar a los demás, y eso lo cobran caro. Terminaron escogiendo cada uno espejuelos de más valor y más bonitos.
Molesto y frustrado por tener que pagar tanto dinero comencé una arenga inútil  que no paró hasta montarnos en el carro, y terminó con la vieja frase de Papá:
─ Si yo tuviera ahora la edad de ustedes, ¡ah!, cómo sería de diferente todo.
Creo que no me escucharon, porque cuando miré por el espejo retrovisor, los tres tarareaban una canción con los audífonos puestos. Rosy me sonrió, ausente, moviendo la cabeza al compás de la música. Los otros dos escribían mensajes en el celular.
Sisto, mi padrastro, le gustaba darme consejos "de hombre a hombre". Los escuchaba con una mezcla de admiración y profundo malestar. Mientras me hablaba yo recordaba el chirrido del bastidor de la cama que compartía con mi mamá. Trataba de no escuchar aquellos sonidos tapándome la cabeza, inútilmente, con la almohada.
Todos los consejos que me dio, y que de alguna forma me enseñaron cómo enfrentar el futuro "de hombre", traen irremediablemente el sonido chirrión del colchón donde se cogía a mi madre.
Sisto fue la figura masculina más importante de mi infancia. Papá, casi siempre ausente, esporádicamente imponía su presencia como un personaje que llegaba de tierras lejanas, un extranjero interesante que contaba aventuras y mentiras, irradiando simpatía y olores de lugares remotos.
Quería ser, en el fondo de mí, como Sisto: feo, capaz de levantar las cosas más pesadas, agarrar la pelota cuando me la lanzaba, y cantar rancheras, ser el mejor chofer del mundo, sacar cuentas como una calculadora, abrir una lata de leche condensada y dársela a cucharadas a mis hijos; tirarme a todas las mujeres, como me contaba en secreto, y derribar de un solo golpe al que se enfrentara conmigo.
Quise ser todo eso, pero sucedió de otra forma:
Mi Lamborghini tampoco nunca llegó.

Poema


Cuando los niños no están, los pasillos son anchos y las paredes vacías, sin ecos.
En las camas se acuestan las ciudades, las calles húmedas,
los sueños inalcanzables, la vida trunca.
Quedamos los dos hurgando en las gavetas,
buscando la ausencia,
las rabias,
los juguetes rotos.
El televisor es nuestro hoy, y el otro y el de arriba también es nuestro,
el sofá, las puertas, la palabra no interrumpida,
los bombillos, el polvo de los muebles,
mi cuchara preferida.
Hay un silencio en la casa y llamamos y preguntamos las mismas torpes
preguntas de siempre.
Recibimos los monosílabos conocidos,
las respuestas cortantes, el sonido de una risa.
Nos sentamos arropados por la colcha y después cuelas café con sabor a naranja.
Desde la cocina me dices algo que no comprendo
y asiento con un gesto ambiguo, esperando el ataque certero
del tigre en la pantalla.
Miramos los cuadros, las fotos de ellos,
los insectos congelados en sus cajas transparentes,
doblamos la ropa
yo tiro la basura
y volvemos al mismo sitio y nos miramos
pero esta vez no decimos nada.
Así quedamos un rato.
Me levanto para ir al baño.
Paso a tu lado, y acaricias mi mano
con una suavidad de veinte años,
y es suficiente.
En unas horas estarán de vuelta,
dices, y no sé si hablabas conmigo
o a la sombra que proyecta en la pared
la luz de la pequeña lámpara sobre la mesita.
En unas horas, respondo.
Y el tigre salta.

Miami, Febrero, 2014.