Antonio Boy era el jefe del Comité de
mi cuadra. Un viejo terrible, que a todos los muchachos nos causaba fastidios
constantemente. Vivía en la casa de la esquina rodeada de arboles y
hierbas por todos lados. Tenía dos nietas muy lindas, intocables para nosotros.
Era un viejo esclerótico y revolucionario, siempre vigilando, metiéndose en
donde nunca lo llamaban. Caminaba encorvado hacia delante, molesto, como
si toda la cuadra viviera las 24 horas cometiendo errores. Daba órdenes
gesticulando como si fuera el mismo Fidel Castro. Cuando llegaron los
trabajadores que iban a pavimentar nuestra calle, con bulldozers, camiones, un
cilindro amarillo y otros instrumentos, fue una fiesta para nosotros. De
pronto, la calle comenzó a transformarse en lomas de tierra y gravillas que los
camiones dejaban en cualquier parte. Aquellos hombres desconocidos abrían
huecos, gritaban y el polvo llenaba las casas de una capa blanca, imposible de
eliminar. Y el viejo Antonio Boy a gritarnos a todos, dando órdenes inútiles,
peleando hasta con los obreros. Un día sin explicación alguna no volvieron más.
Mi calle parecía un animal enfermo, desahuciado. Recuerdo el silencio
encima de las lomas de tierra que eran las delicias de todos
nosotros. Envuelta en polvo y fango quedo como un insecto gigante, solitaria y
abandonada, la bulldozer amarilla. La primera sensación que sentí cuando tímidamente
me subí a las inmensas esteras de hierro que formaban las ruedas es casi la
misma cuando después de tanto tiempo me he acercado a alguna de esas
maquinarias. Antonio Boy se convirtió en el celador de la maquina. Desde su
casa nos vigilaba y venia gritando y levantando los brazos amenazadoramente. Corríamos
todos riendo y gritándole ¡Antonio Bollo, Antonio Bollo chivatón!, hasta que lo
perdíamos de vista. Un día no fui a la escuela, no recuerdo si estaba enfermo u
otra cosa. Lo cierto es que la bulldozer fue solo para mí. Movía todas las
palancas, haciendo ruidos con la boca imaginándome en acción, cuando sentí una
mano que agarraba mi tobillo. Creí que me paralizaba cuando vi al viejo Boy. No
corras, ven acá, me ordeno. Fui con él hasta su casa. Me pidió que me sentara
en el portal y entro. No sentía miedo, solo curiosidad. Regreso con una caja de
cartón y me mostro viejas fotos de él en un ring de boxeo. Fui campeón en esa época,
me dijo. Ganaba por knock-out. Tenía el puño de hierro. Cerró el puño y
temblando, me tiro suavemente un gancho al mentón. Yo reí. Subí al ring con Kit
Gavilán, que me gano por puntos, me conto como si soñara. Cuando tú seas
un hombre, dijo con un hilo de voz, con esa estatura que tienes vas a derribar
al primer cabron que se te meta por delante. Sonrió. Yo también sonreí.
Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Sus palabras parecían
que venían de lejos, limpias de la amargura que siempre usaba
con nosotros. Mostraba unos dientes amarillos y grandes con manchas de color
chocolate. Después me dio dos ciruelas de la mata del patio y un mango
filipino. Todos lo odiaban en el barrio. Siguió gritándonos y persiguiéndonos
hasta que nos fuimos haciendo mayores y lo olvidamos. Nunca he preguntado
por el a nadie. Creo que por muchos años no había pensado en Antonio. Hoy lo
recuerdo y siento de alguna manera aquella tarde, el olor a humedad que emanaba
de la caja de donde cuidadosamente extraía las fotos amarillentas y
sepias. En este instante rememoro aquellos deseos de ser
constructor y boxeador. Después, todo se pierde o se esconde en una nebulosa
del tiempo y de otros recuerdos. Hoy en mi memoria es Antonio Boy,
el chivato revolucionario, el viejo loco, mandón y boxeador que aquella tarde
me mostro las fotos más importantes de toda su vida.
Muy bonito. Muy emotivo. Y muy bien hilvanado todo.
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