Thursday, November 22, 2012

El barrio: Antonio Boy



Antonio Boy era el jefe del Comité de mi cuadra. Un viejo terrible, que a todos los muchachos nos causaba fastidios constantemente.  Vivía en la casa de la esquina rodeada de arboles y hierbas por todos lados.  Tenía dos nietas muy lindas, intocables para nosotros. Era un viejo esclerótico y revolucionario, siempre vigilando, metiéndose en donde nunca lo llamaban. Caminaba encorvado hacia delante,  molesto, como si toda la cuadra viviera las 24 horas cometiendo errores.  Daba órdenes gesticulando como si fuera el mismo Fidel Castro. Cuando llegaron los trabajadores que iban a pavimentar nuestra calle, con bulldozers, camiones, un cilindro amarillo y otros instrumentos,  fue una fiesta para nosotros. De pronto, la calle comenzó a transformarse en lomas de tierra y gravillas que los camiones dejaban en cualquier parte.  Aquellos hombres desconocidos abrían huecos, gritaban y el polvo llenaba las casas de una capa blanca, imposible de eliminar.  Y el viejo Antonio Boy a gritarnos a todos, dando órdenes inútiles, peleando hasta con los obreros. Un día sin explicación alguna no volvieron más. Mi calle parecía un animal enfermo, desahuciado. Recuerdo el silencio  encima  de  las lomas de tierra que eran las delicias de todos nosotros. Envuelta en polvo y fango quedo como un insecto gigante, solitaria y abandonada, la bulldozer amarilla. La  primera sensación que sentí cuando tímidamente me subí a las inmensas esteras de hierro que formaban las ruedas es casi la misma cuando después de tanto tiempo me he acercado a alguna de esas maquinarias. Antonio Boy se convirtió en el celador de la maquina. Desde su casa nos vigilaba y venia gritando y levantando los brazos amenazadoramente. Corríamos todos riendo y gritándole ¡Antonio Bollo, Antonio Bollo chivatón!, hasta que lo perdíamos de vista. Un día no fui a la escuela, no recuerdo si estaba enfermo u otra cosa. Lo cierto es que la bulldozer fue solo para mí. Movía todas las palancas, haciendo ruidos con la boca imaginándome en acción, cuando sentí una mano que agarraba mi tobillo. Creí que me paralizaba cuando vi al viejo Boy. No corras, ven acá, me ordeno. Fui con él hasta su casa. Me pidió que me sentara en el portal y entro. No sentía miedo, solo curiosidad. Regreso con una caja de cartón y me mostro viejas fotos de él en un ring de boxeo. Fui campeón en esa época, me dijo. Ganaba por knock-out.  Tenía el puño de hierro. Cerró el puño y temblando, me tiro suavemente un gancho al mentón. Yo reí. Subí al ring con Kit Gavilán, que me gano por puntos, me conto  como si soñara. Cuando tú seas un hombre, dijo con un hilo de voz, con esa estatura que tienes vas a derribar al primer cabron que se te meta por delante. Sonrió. Yo también sonreí.  Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Sus palabras   parecían  que venían  de lejos, limpias  de la amargura que siempre usaba con nosotros. Mostraba unos dientes amarillos y grandes con manchas de color chocolate. Después me dio dos ciruelas de la mata del patio y un mango filipino.  Todos lo odiaban en el barrio. Siguió gritándonos y persiguiéndonos  hasta que nos fuimos haciendo mayores y lo olvidamos. Nunca he preguntado por el a nadie. Creo que por muchos años no había pensado en Antonio. Hoy lo recuerdo y siento de alguna manera aquella tarde, el olor a humedad que emanaba de la caja de donde  cuidadosamente extraía las fotos amarillentas y sepias. En este instante rememoro  aquellos  deseos de ser constructor y boxeador. Después, todo se pierde o se esconde en una nebulosa del tiempo  y de otros recuerdos. Hoy en  mi memoria es Antonio Boy, el chivato revolucionario, el viejo loco, mandón y boxeador que aquella tarde me mostro las fotos más importantes de toda su vida.


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