En el barrio había una serie de
personajes dignos de la literatura. Vivian sus vidas miserables y hasta cierto
punto estrafalarias, por encima de los dogmas, las leyes y la estructura monolítica
de gobierno, que era el sueño de los que aun tienen el poder en ese país.
Algo tenían en común, mirándolos ahora al paso del tiempo y la distancia
insalvable que se creó entre los que vivian allí y yo. Todos, sin excepción
eran personas solitarias, apartadas la mayoría de las veces de grupos y vecinos
y la locura, de una forma u otra, era parte de esas personalidades. Entre los
muchachos que íbamos a la escuela se rumoraba con altos grados de morbosidad,
mentiras y fanfarronería, las aventuras que cada uno de ellos habían tenido con
Las hermanas putas. Así se le llamaba a dos mujeres que se pasaban el día,
mirando y atrayendo desde la ventana de su miserable casa a todo el que
caminaba por la acera. Yo les tenía un miedo atroz. Escuchaba los cuentos
de mis compañeros de escuela y sentía una mezcla de deseos, miedo y repulsión.
La casa estaba frente al parque. Era de maderas, desvencijada, sin
pintura, inclinada como si de un momento a otro se fuera a desplomar. No
importaba el momento que pasara por allí, aquellas mujeres estaban en la
ventana. Temblaba cuando me aproximaba de miedo y curiosidad. Las dos sonreían.
Sus ojos eran pequeños, pero las lenguas inmensas. Reían y sacaban las lenguas
y las movían fuera de la boca, mientras me decían cosas que yo, con el miedo y
la prisa, no entendía. Después llegaba a mi casa sudando y atormentado por
aquellas largas serpientes que en mis sueños más secretos, recorrían mi
cara y partes de mi cuerpo, viscosas y calientes. No recuerdo por cuánto tiempo
seguí buscando excusas para pasar por el frente de aquella casa. Nunca hable
con ellas, ni siquiera tuve en mi mente la posibilidad de que me tocaran.
Hoy, después de tantos años, me doy cuenta que siempre las he vuelto a ver
(morbosas, sibilinas, repugnantes y deseadas secretamente) en el cine; entre
personajes solitarios, maltratados, que utilizan mientras son utilizadas,
buscadas por muchachos encandilados por las hormonas y la aventura.
Las he visto en las calles de las ciudades que he visitado, en Pigalle,
donde se abrían los sobretodos mostrando el cuerpo desnudo, mientras
pasaba rápido, de la mano de mi mujer, con la misma sensación de miedo y
deseos de aquella época cuando todavía era un niño lleno de
preguntas e inseguridades. Todas esas mujeres han sido de alguna manera
Las hermanas putas. Un personaje clave de una novela que escribí
hace más de veinte años, es la mujer de un pobre guajiro, que
se acuesta con jóvenes reclutas a cambio de una lata de leche o una toalla
manchada, es secretamente pensado en aquellas mujeres, recreándolas a ellas y a
su casa sucia, envejecida y miserable. Hoy, con cincuenta años
vividos, las recuerdo y las exorcizo de la única forma que puedo, junto con el
barrio y su locura, su miseria y también con mi vida. Las hermanas putas,
con sus lenguas de serpientes y sus ojitos pequeños me hacen revivir una época,
un momento, que forma parte de mis pasos hasta hoy.
Lo encuentro bueno. Está agradable.
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