Sunday, May 19, 2013

Homenaje



Pablo:
Abrí la puerta del carro y lo vi. Me miró calmadamente, como si nos conociéramos de siempre, y entré en el hospital. Una vez más Sisto estaba ingresado. Cuando salí, en el mismo lugar me esperaba.  Sabía que iba a ser así desde que nos miramos. Lo llamé y vino a oler mi mano. Le dije hola cochino, y lo lleve a casa. Mi mujer lo aupó en sus pechos y él nos miraba y se dejaba amar como se dejan amar los superiores. Todavía no era nada, ni gato, ni gata, hasta que le llamamos Pablo.  Asesino y cerrajero, mataba todo lo que se moviera a su alrededor, abría las gavetas y las puertas cuando no tenían el cerrojo echado. Nos traía ofrendas de pájaros, lagartos e insectos destrozados que depositaba orgulloso frente a nosotros.  Ni los gritos de mi mujer ni mi cara de ogro lo hacían desistir, solo nos observaba extrañado de que no fuéramos capaces de gustar de los exquisitos manjares.  Una puerta era un desafío. Con una pata iba empujando, mientras me miraba como diciendo: no hago nada, mira que ni me muevo; convencido de que me engañaba y de su superioridad sobre mí. Con la misma parsimonia a la hora de dormir, exigía su lugar en nuestra cama, que se fue convirtiendo en la de él. Nosotros solo podíamos acomodarnos alrededor de sus bigotes o de su cola o de sus patas sobre mi cara. Arrabalero, se aventuraba por los techos más altos y los balcones de los vecinos.  Así creció en medio del caos que era nuestra casa; de las tormentas que llegaron con mi hijo como un regalo de la enloquecida juventud que me cobraba los errores que había dejado atrás.
Silvio:
Caminando una tarde por el barrio, escuché los  sonidos extraños como si fueran un llanto apagado pero constante. Busqué.  En el hueco que dejaban unas piedras estaban ellos. Eran tres. Temblaban de miedo cuando los agarramos y se aferraban con las uñas a la ropa. En ese momento llegó la madre mirándonos atenta y protestando, lista para defenderlos. Después cometí el terrible acto de robarle uno y llevarlo para la casa. Lo dejé en el medio de la sala estremecido de miedo y lo llamamos Silvio. Nos seguía llorando por todos  lados  y se calmaba con el abrazo y las palabras que le susurrábamos.  Creció sin un mínimo intento de salir,  delicado y gay, sin interés por la caza ni por otros gatos. Solo mostraba fidelidad por Pablo, que lo aceptaba como a un súbdito más y un amor indestructible hacia mi mujer. Sus mejores siestas eran sobre mi periódico cuando estaba leyéndolo o sobre el teclado de la computadora si la estaba usando. Un día lo obligué a ir afuera y cerré la puerta. Lloraba para que lo dejara entrar. Después desapareció.  Lo buscamos en todos los lugares y a los dos días lo vi debajo de un carro. Me miraba sin moverse y con mucho esfuerzo logré halarlo hacia mí.  Tenía una herida inmensa en la barriga, donde la sangre ya se había coagulado. Se dejó curar sin protestas.  A la semana caminaba por la casa. Cuando trajimos a Finamama para que muriera entre nosotros, Silvio la acompañó en su cama de hospital armada con premura en un rincón de la sala. Trepaba sobre mi mujer cuando la angustia la abrumaba y se pegaba a su cara oliéndola, rozándola, y era como un consuelo.
Pablo y Silvio:
Todas las tormentas las capearon y salieron a flote de la misma forma que salíamos nosotros.  Primero llegó mi nieta  Nataly, después Rosy y luego Jonathan, para salvarlos.  En lo retorcido de cada día vivían en la casa entre nosotros, aunque ya nada era igual.  Después nos quitaron a los tres niños y  quedaron  flotando  los dolores. Pablo una noche llegó y estaba enfermo. No lo vimos más. No sé dónde murió.  Silvio comenzó a envejecer la tarde en que, bajando las escaleras, rodó como un muñeco sin vida. Se convirtió en un viejo que se quejaba y caminaba con pasos imprecisos. Cerca de la puerta lo encontré al llegar del trabajo, y con él se había ido un tiempo nuestro, la juventud y el ímpetu.


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