Sunday, August 18, 2013

El barrio: Ovidio


Tembleque no olía bien y su verdadero nombre era Ovidio. Lo veía venir caminando con pasos cortos e inseguros por la acera del frente, desde la calle 6ª hasta mi casa, y se quedaba un rato frente a nuestro portal.  El brazo derecho en un continuo movimiento sobre el pecho y el pie izquierdo separándose como si fuera a iniciar una grotesca danza.  Madrina dijo un día, mirándolo desde lejos:
─ Ese es un mataperros.
Esa frase quedó grabada en mi memoria. Pero Ovidio era para mí un hombre que me daba asco y pena al mismo tiempo. Se paraba frente al portal y los ojos se le iluminaban cuando veía a mis hermanas jugar. Como yo era el mayor, trataba de que no se acercaran a él. No sabía exactamente el motivo de esa reacción. Ahora sé que estaba asociada a la regla indisoluble que había  impuesto mi madre de que no podía traspasar la baranda del portal. No recuerdo sobre cuáles cosas serían o sobre qué, pero conversaba conmigo. La boca se le torcía hacia un lado y con un trapo sucio que sacaba del bolsillo se limpiaba el hilo de saliva que se escapaba de entre los labios.
Todavía, con los años que tengo, no puedo ver una pecera que no ejerza sobre mí una especie de fascinación. Tengo que acercarme, observar, ver las piedras, los peces, sus movimientos; y siempre, invariablemente, en cada una, mezclada con los colores, el agua y la cadencia de los peces, aparece la imagen de Ovidio y sus manos temblorosas. Ese recuerdo venía de la misma forma que lo olvidaba, rápido, como una sombra que se percibe por el rabillo del ojo. Nunca me detuve a pensar en esa caprichosa combinación de Tembleque y los peces. De adulto los recuerdos a veces estorban en la vida cotidiana, pasan a formar parte de lo que se deja para otro momento más propicio, y los postergamos tanto que se distorsionan. 
Ahora que estoy escribiendo sobre eso, las colas de los goldfish rozan la imagen de aquel hombre que era un mataperros y que hablaba conmigo mientras se limpiaba la baba de su boca torcida.  En este momento que lo recuerdo, pude, rescatado del extraño jeroglífico que es la memoria, entender el por qué. 
Con mis primos  me comenzó el deseo de criar peces. Como  mi madre nunca me lo permitió,  corrí a mi refugio donde podía hacer casi lo que me diera la gana: la casa de Madrina. Allí tuve mi primera pecera. Recuerdo que goteaba continuamente por una esquina, y después de tanto chapapote, gomas y otros inventos infructuosos, lo remediamos con una cazuela en el piso colectando el agua que caía lentamente. 
Íbamos en grupo al río de la calle 1ª a buscar calandracas para darle de comer a los peces. Tenía pánico de esa excursión al río, que no era más que un tubo por donde salía el desperdicio del barrio formando un arroyo sucio, donde convivían los guajacones entre ranas, jubos, preservativos, ratas y las entrañables calandracas, pululando en el lodo negro y apestoso.
Nada de eso era tan terrible como ser asaltado por una pandilla de muchachos negros que vivían en los alrededores. Yo temblaba de miedo. Conocía de sus golpes, sus piedras, sus espadas de madera, sus tira-chapas y sus pies dando patadas. Pero no había otro lugar para encontrar comida, y Pedro, el señor que criaba peces,  muchas veces no tenía para vender. Aquella tarde, al no tener a nadie que me acompañara, me aventuré solo. Tenía dos opciones: iba solo, o se me morían de hambre. Temblando de miedo, fui con mi lata al río. Las calandracas se hundían en el fango apenas sentían el menor ruido. Había que meter la mano profundamente en el lodo negro y agarrar lo más que se pudiera y echarlo a la lata. Tenía que ser rápido, preciso, sin ningún titubeo.
En eso estaba cuando sentí la primera piedra contra mi espalda. Me volví aterrorizado y allí estaban: tres negritos que me esperaban amenazantes. Me lanzaron otras piedras. Traté de correr, pero me dieron alcance y me lanzaron al suelo. Mientras uno de ellos sobre mí no paraba de golpearme, los otros gritaban y reían, alentándolo. Creo que aquella golpiza duró tres horas, un día, diez años. Con los ojos cerrados trataba de esquivar los golpes y de devolver algunos. De pronto, por sobre los gritos de los muchachos, sentí los de Ovidio. Me dejaron y salieron corriendo gritándole:
─ ¡Tembleque!... ¡Tembleque!... ─mientras le arrojaban lo que encontraban en su huida.
Después de sacudirme un poco la tierra y recuperar del polvo lo que quedaba de mi adolorido ego, levanté la lata que rodó en la pelea, y con Ovidio recogimos las calandracas.
─ Voy contigo ─ me dijo cuando terminamos ─ no sea que esos cabrones regresen.
Hablamos de los peces. ¿Hablamos de los peces?  ¿Fuimos conversando hasta la casa?  La memoria es caprichosa, juega sucio. No lo recuerdo. Solo recuerdo el olor del fango dentro de la lata, su color brillante, y una ligera sensación de seguridad. 



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