Sunday, August 11, 2013

El diario


Se sienten vencedores. Creen que ganaron la batalla. Al final me acorralaron, lograron lo que se les veía en las miradas, en la baba que se derramaba de sus bocas cuando me analizaban, me escrutaban y cuchicheaban sobre mí.
Me trajeron al hospital, y aquí me dejaron. Todo por mi bien, por amor, por la unión de la familia.
No puse resistencia. Estaba cansado. Es difícil vivir esquivando los ojos vigilantes, las preguntas capciosas, los oídos que todo lo quieren escuchar. Ni siquiera me importó mucho a dónde me traían. Era como flotar en el mar y sentir el silencio debajo del agua. Silencio debajo, ruido arriba. Quise quedarme debajo, flotando, flotando, sin ruidos, sin miradas, sin voces.
Vinieron conmigo, éramos una tribu de caníbales que caminábamos por los pasillos blancos, inmaculados, del octavo piso del hospital. Todos me rodeaban, mi mujer agarró mi mano y cuando la puerta corrediza se abrió dándome la gran bienvenida me susurró al oído:
─ Te quiero mucho.
Mis hijas no dijeron nada. Disimuladamente, contestaban y mandaban mensajes de texto por sus celulares.
Mis hermanas se tragaban con los ojos lascivamente a los enfermeros y a los doctores que nos cruzábamos en el camino.
Mi madre lloraba; por momentos, suavemente, o más alto, según quien se acercara o quien la mirara.
Crucé la puerta. Se cerró detrás de mí y quedé separado de ellos, mirándonos a través del cristal. Después les di la espalda y no los vi más.
Hoy no me encuentro cansado. Me siento bien, relajado y a gusto. No estoy seguro si son las pastillas que me dan diariamente o es que aquí no tengo de qué preocuparme.  En este lugar soy un loco más. Un loco declarado. Solo me falta tener una cadenita al cuello y un cartelito que diga: LOCO.
Es la primera vez desde que ingresé que puedo escribir. Tengo dos composition books y tres lápices que me trajo mi mujer. No me dejaron la laptop. Se la pedí al doctor. No me dijo ni que sí ni que no. Sus manos se alargaron desde el otro extremo del buró, y convertidas en serpientes, me observaron, húmedas, con rabia. Al final, no lo permitió. Solo me dejaron estos papeles. Y con estos papeles tengo lo que necesitaba.
Todos creen que ganan. Mejor que así lo crean. Lo importante es que me dejen lo más tranquilo posible.
Tengo un solo amigo.  Los dos nos sentamos en las tardes y desde el ventanal de cristal, brinco a las azoteas y camino por ellas y observo a la ciudad desde arriba, donde nadie puede joderme, ni mi familia llegar.
Les dije a María y al doctor que iba a escribir un diario. Ahora no estoy seguro. No sé lo que voy a escribir. Puede que sea un diario. Puede que sea un cuento interminable. O que no sea nada. Las cosas hoy pueden ser y mañana no ser nada. Un día soy yo y otro día soy otro yo. Pero ellos no entienden eso. Tienen el control absoluto. Sienten que siempre son el mismo "yo". Y quieren que también sea el mismo yo que ellos. Todos los mismos yo, todos con el mismo cartelito: soy yo. Ver otro cartelito: soy yo.
─ ¿Quién eres tú?
─ Soy yo, igual que tú.
Anoche fui a visitar a mis gatos. Me quedé en el techo de la casa, y sin llamarlos, vinieron todos. Cada vez son más. Me senté sobre las tejas y se turnaban para rozarme, para olerme. Estuve en silencio todo el tiempo.  Ni una palabra. Sin sonreír, sin esperar un golpe. Así nos quedamos una hora o una hora y media con unos minutos, hasta que regresé.
El hospital no es un lugar tan pavoroso como pensaba. El problema mayor son los demás. Pero ese mismo problema lo tengo en todos lados. Es por eso que me he adiestrado para eliminarlos de mi entorno.
Conlleva un poco de esfuerzo y algo de concentración, pero ya es casi una rutina. Por eso casi siempre estoy solo. Los veo, parecen títeres en un movimiento continuo, pero en silencio.
Otra cosa que he aprendido es a no chocar contra los escaparates. Son peligrosos. Una palabra que no les guste, negarse a tomar alguna pastilla, gritar, o tirar un juego al piso, y puedes tener un brazo alrededor de tu cuello, asfixiándote hasta que empiezas a ver todo de un color primero rojizo, después con tonos morados, verdes, amarillos. Lo más inteligente es evitarlos y seguir sus órdenes lo mejor posible.
Mi amigo estaba sentado mirando hacia todas partes: abajo, arriba, al lado, al otro lado y se le acercó un escaparate y lo llamó.
Mi amigo estaba en su muro, subido allá arriba y no contestó, ni siquiera movió la cabeza un milímetro. Ese fue su error. Otro escaparate se aproximó, y entre los dos lo arrastraron hasta un cuarto, donde lo pude ver después amarrado a la cama de pies y manos, con la boca abierta por donde salía un hilo de babas que se perdía sobre el colchón, y los ojos que no miraban a ningún lado, solo a un punto en el techo.
Dice María que hoy podría venir a sentarse aquí frente a la ventana. Lo espero mientras la ciudad se va alumbrando con las luces de los focos, con los carteles de neón y las luces rojas que se apagan y se prenden, se apagan y se prenden.
Mientras, escribo. No sé qué voy a escribir, si un cuento interminable o un diario o cualquier otra cosa.


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