Monday, March 24, 2014

Construção


Cuando supe que mi nuevo lugar de trabajo sería una habitación cerrada, con  puerta eléctrica y aire acondicionado, me invadió la alegría. No tendría miradas inoportunas, escucharía el sonido de la puerta al deslizarse ante cualquier intruso y sobre todo, no habría ningún o muy poco contacto con los demás trabajadores.
Inmediatamente, comencé a hacer planes. ¿Planes de trabajo?  No, para nada. Planes para leer más, escribir más, y crearme un espacio donde me sintiera a gusto y a donde quisiera arribar con optimismo cada mañana, después del acto terrible de madrugar.
O sea, un espacio humano, como debe ser.
Tarareando el estribillo de una canción del grupo Niche, (que Mariana odia), fui seleccionando los libros que llevaría, los cargadores de la tablet, del teléfono, mi libreta de notas, y hasta el manuscrito mecanografiado de una novela espantosa que terminé hace más de veintisiete años, y que se ha convertido en la guía que me demuestra cuánto hay que aprender para escribir algo que valga la pena.
Es más, voy a confesar que empaqué parte de mi colección de figuritas y personajes fantásticos para rodearme de las cosas que me gustan. Puse en mi mochila (escondido de Mariana) los esqueletos de dinosaurios que robé de una tienda en el zoológico, mi Batman preferido (dejé dos más en la casa), una pequeña ánfora griega que traje desde Atenas hace veinticinco años que me serviría para poner bolígrafos, lápices y otros andariveles; dos autos de carrera, Tow Mater, la vieja grúa de la película Cars, varios monstruos galácticos, el Pinocho de madera, Mike Wazowski, el ojo verde de Monsters, Inc, y al Cojo y Muerte Negra, sendos caballos con corazas en forma de carabelas, (a uno le falta una pata).
Comenzó la construcción y tuve que trabajar más de dos meses con un calor insoportable, entre tornillos tirados por el suelo, maderas, trozos de metales, polvo, gritos, ruidos, taladros, martillos, más gritos de los constructores, y lo peor: la supervisión de uno de los jefes más siniestros, de los tantos que hay por aquí.
Pero a pesar de todo, era feliz. Sobreponiéndome a las molestias, imaginaba cómo sería mi vida laboral cuando todo terminara, y en varias ocasiones hasta complicados pasillos de baile ejecuté, al comprobar que nadie me observaba.
Uno de los días, derritiéndome de calor y cubierto de un polvo blanco que lo cubría todo, me acerqué al siniestro mayor y tímidamente le pregunté qué cuándo instalarían el aire acondicionado. No puedo olvidar la cara de satisfacción que se le dibujó al contestarme que eso sería lo último que se haría. Hice un gesto de aprobación con la cabeza y me retiré a mi rincón, haciéndome la promesa de no preguntarle nada más.
Ya estoy instalado. Bauticé el lugar como The White House porque las paredes son blancas, y se levanta, imponente, en el centro del almacén.
En un espacio, frente a la máquina, colgué una reproducción de Campo de trigo con cuervos, de Van Gogh, Mujer frente al espejo, de Picasso, y varios dibujos de mis nietas y de Joel Núñez, un amigo, además de excelente pintor.
Mike, el tipo que trabaja en el turno de la noche, por su parte, colgó un almanaque con mujeres medio en cueros, posando paradas o subidas sobre autos de lujo, una foto de Bob Marley y otra de una mulata haciendo propaganda de un vino, vestida con un traje de bucanero. La rubia que posa en el mes de abril, que es el de mi cumpleaños, me produce extraños pálpitos en el pecho cuando la veo. Trato de mirarla lo menos posible.
Pero todo estuviera perfecto si no fuera porque, al estar tan encerrado, he perdido la señal de Internet y además, casi no me puedo comunicar por mi celular. Alguna que otra vez, entra la señal, pero la mayoría de las veces, no.
Creí que iba a enloquecer. No estar conectado a la red es algo trágico para mí. Pero no puedo hacer nada al respecto. Cuando necesito buscar alguna cosa, voy al baño, y en ese tiempo, sentado en la toilette, navego por la red.
Y aquí estoy, de lunes a viernes, desde las 6:00 am hasta las 3:30 pm, trabajando, leyendo, escribiendo, tratando de pasar desapercibido, rodeado de mi ecléctica decoración, dentro de mi Casa Blanca particular, hasta que venga otro cambio o hasta que uno de los siniestros me detecte.


2 comments:

  1. Nueve horas y media es mucho tiempo sin saber del mundo.
    Que refrescante leerte amigo.
    Gracias.

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