No me gusta Neruda, pero de que hay días lúgubres,
los hay. Hoy podría haber sido un día agradable. Llueve y ya ese hecho
por sí solo, suele acercarse a la poesía. La temperatura esta agradable y
para colmo, es viernes. Estoy estrenando un teléfono maravilloso, donde escribo
todo esto y que, ¡oh milagro! también hace llamadas. Pero las
cosas, a pesar del cuidado que uno tenga, van por su lado y uno por el
otro. En el trabajo hoy tuve que estar el día entero en un departamento que no
es el mío. Allí trabaja un hombre negro, norteamericano. Casi no nos
hablamos. Creo que piensa que soy como una especie de competencia para él. Me
mira como a un intruso en su terreno. Además no hablo de fútbol. Tiene una
radio prendido a todo volumen con la música que ellos
escuchan. ¿Han escuchado esa música? No de pasada, por minutos, horas y más
horas. ¿Les ha sucedido eso a alguno de ustedes? Si así fuere, lo siento mucho.
Antes creía que las torturas chinas eran eficaces, constantes y lentas para la desesperación.
Ya no pienso igual. Me equivoque. La peor tortura es la radio en mi
trabajo a todo volumen. Son esas voces, esos sonidos monotemáticos, agudos,
constantes. ¡Ay!, no reconozcas lo que dicen. Seria aun peor. Afuera la lluvia
cayendo y yo tratando de recordar una pared húmeda, supurante y la esquina
donde esperaba y la música y la música y la música. Yo caminando evitando los
charcos donde se reflejaban los techos de tejas rojas y la música. Una silla
rota y un perro durmiendo, ajeno a la algarabía de los niños jugando y la música,
la música. El olor de las gavetas de la vieja cómoda y la música. Pruebo
diferentes sonidos del teléfono. Algunos son como la música de la radio. Escojo el de siempre.
Llueve y parece la esperanza.
La lluvia lo puede ser todo, tú ya sabes!
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