Salí del trabajo una hora antes. El más
apreciado de mis jefes me vio partir, observándome, midiéndome, con ganas
de romperme el culo. No le dije nada. Hoy no es tu día, pensé cuando me cruce
con él. No he roto ningún código, así que chúpate el codo, hijo de puta. Eso
iba diciendo o pensando. Al momento lo olvide. Si pienso más de dos
minutos en ese personaje me enfermo. Llegue justo a tiempo antes de que
cerraran, a ese lugar espantoso donde venden todo tipo de trastes para
camiones, buses y esas cosas terribles. Pague por una manguera hecha en México
$ 54.00. Costó más el envió desde no sé dónde; Tombuctú, Groenlandia, que la
misma estúpida y sencilla manguera. Pero el bus que maneja Mariana está parado
hace tres días y si no trabajas, no comes. Para mí un motor es algo semejante a
un monstruo que quisiera devorarme. Me dan pánico, los detesto. Si fuera rico,
no abriría el capo de un carro jamás. Al final puse la dichosa manguera. La apreté
bien con unos aros de metal, rellene de antifreeze el radiador y todo
aparentemente normal. Observe, espere, aguante hasta dolerme, las ganas de
orinar y me fui a casa cubierto de grasa, contento por haber arreglado el daño
y temeroso de que algo no resultara. Si le hubiera pagado a un mecánico $ 200
mi fe seria absoluta. Pero no confío en mi cuando hago esas cosas. Tengo
problemas con la fe. Es una palabra que no me gusta. Entonces después de bañado
y más relajado, mi hijo Leo llego trayéndome unas flores amarillas y un libro
de Christopher Hitchens, Hitch- 22. Alerte antes a mis dos hijos: no
quiero calzoncillos, medias, shorts, linternitas, ni crema de afeitar.
Quiero a Hitchens. Ya Tati pidió otro que me llegara por correo. La sensación de
recibir un buen libro es casi indescriptible. Soy de la electrónica, de la tablet.
Maravillosa. Pero hojearlo, olerlo, pasar las paginas, eso no se compara. Me
dijo Mariana que nos hacíamos viejos. En el fondo, respondí, sin tomar en
cuenta la depauperación continua del cuerpo, no dejo de sentirme joven. Algo en
mi, profundamente mantiene esa sensación. Ella dice sentirse vieja. Yo no
pienso así si huele tan rico como el primer día y sus pechos son tibios,
blandos para abandonarse sin cautelas. Todavía existen rincones tibios, le
digo. Vamos a dormir, viejito, contesta.
Me gusta. Es sencillo, humano.
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