Saturday, July 27, 2013

Mi amigo y yo


Mi nuevo amigo no habla casi nunca. Se mantiene en silencio, con los ojos atentos a cualquier movimiento. Mi amigo tiene una mirada desesperada y como no habla, no grita como los demás, no canta ni llora ni dice fuck you a cada segundo, me acerqué a él.  Me miró un poco aterrado, pero al ver que yo solo me acomodé muy tranquilo a su lado y me puse a observar lo que miraba, se relajó un poco y hasta me escrutó por unos instantes con los ojos más calmados. Todas las tardes, después de la cena, nos dejan en este salón del octavo piso del hospital.  Aquí hay un televisor muy grande, mesas, juegos de damas, parchís, backgammon, cartas, monopoly, revistas de modas, revistas de carros, revistas de lindas  mamás cargando a hermosos bebés, de recetas de comida, dietas, artistas, casas de artistas, perritos lanudos de los artistas, los carros de los artistas, yates de artistas; todo muy bonito y muy alegre.  Algunos ven la tv, otros juegan, se pelean, gritan, se golpean, lloran, hasta que entran dos tipos que parecen sendos escaparates y a gritos, patadas y llaves de yudocas, restauran el orden. Mi amigo y yo ni jugamos a nada, ni vemos TV ni leemos las revistas; solo nos sentamos frente al ventanal de cristal y miramos la ciudad.
Yo a veces, mientras veo los techos de los edificios y de las casas, siento que me gustaría poder vivir arriba de ellos, caminar por las noches, y brincar de uno al otro y mirar a  la luna,  a las estrellas y a las luces de los carros moverse allá abajo.
Quisiera estar siempre arriba y cuando mire a la gente verlas muy pequeñas e inocentes.
Que mis hijas me hicieran adiós con las manos y mi mujer me lanzara un beso hacia arriba, y observarlos a todos (hasta a mi madre), pequeñitos, y saber que ya no traman nada contra mí.
Todo eso me pongo a pensar al lado de mi amigo, y como estoy pensando y he aprendido que nada de lo que pasa por mi cabeza se puede dejar ver, estoy quieto, sin mover un solo dedo, para que no descubran nada y me dejen tranquilo mirar por la ventana todas las tardes mientras salto de un techo al otro por toda la ciudad.
Aunque mi amigo también está muy quieto a mi lado, sus ojos no descansan de mirar hacia arriba, hacia abajo, al lado, al otro lado. Me dan deseos de preguntarle qué es lo que busca con tanta   vehemencia, pero creo que es mejor no molestarlo.
Trato de adivinar lo que le pasa por su cabeza, pero de la misma forma que yo he tenido que practicar para que no me descubran, él también lo ha hecho, porque tiene un muro a donde llego y miro hacia arriba y me doy cuenta que es imposible de escalar.
Cuando ya había desistido de brincar el muro, sin mirarme, observando hacia delante, no hacia abajo ni hacia una terraza, ni a otro edificio, ni a mí, me dijo:
─Todos están locos.
Lo miré un poco extrañado, no por lo que acababa de decir, sino por sentir de pronto su voz.
No contesté nada, no hice ruido, ni me moví en la silla, ni hablé, ni pensé en nada.
Volvió a hablar mi amigo:
─ ¿Tú ves ese que va caminando por la acera? Está loco.
No miré hacia la acera porque desde aquí no se puede ver ninguna acera.
─ ¿Ves a ese que maneja el Mercedes? Está loco.
Mientras, pensaba que si yo viviera encima de los tejados mi madre no podría venir a verme, porque desde lo de papá no soporta las alturas.
─ El abogado y el maestro, están locos ─ volvió a decir mi amigo y era como si hablara para él mismo.
Y mis hermanas no me molestarían, porque son muy vagas para subir hasta donde yo estuviera.
─ Habla con cualquiera de ellos ─ interrumpió mi amigo ─ Verás que todos están locos.
Iría bien de noche, cuando ya todos estuvieran durmiendo, hasta mi casa, brincando por los tejados, y llamaría a mis gatos y me sentaría un rato con ellos, y dejaría que rozaran sus cuerpos peludos por mis piernas, por mis manos, y sentiría sus ronroneos de placer. Me quedaría un rato con ellos, sin hablar, sin tener que contar nada, sin ocultar nada, sin reír, sin miedo, y después volvería a los tejados.
─ Habla un rato con cualquiera de ellos y te darás cuenta de que son locos ─ mi amigo continuaba hablando a la ventana, por sobre los techos, y a la luz que desaparecía sustituida por bombillos, anuncios de neón y focos que se prendían y se apagaban.
Sonó el timbre que nos indicaba que ya era la hora de la pastilla y de ir a dormir. Se abrieron las puertas y entraron los dos escaparates con un carrito con vasos desechables, agua, y las pastillas.
Fuimos a la fila para recibir las nuestras.  Algunos empujaban, otros gritaban y lloraban.  Los escaparates gritaban aún más.
Mi amigo quedó detrás de mí.  Acercó su boca a mi oreja y sentí su aliento tibio cuando me dijo:
─ ¿Ves a todos los de la fila?  Están locos.

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