Era una negra redonda, con la piel
pulida que parecía madera tratada, el pelo blanco, suave, ondulado.
Madrina acariciaba con su mano agarrotada, según ella, producto de una espina
de la enredadera salvaje que abrazaba la desvencijada cerca. Su casa era la
casa del barrio. La puerta nunca tuvo cerrojo y cuando quería cerrarla, un
trapo apretado entre el marco y la hoja, era suficiente. En su patio sembré
frijoles, tomates y una mata de aguacate que vi crecer y dar frutos. Allí
fueron mis gloriosas batallas contra los dragones más terribles, cace leones
gigantes en las selvas africanas y en peceras que goteaban, criaba peces de
colores y calandracas que no paraban de danzar, agrupadas en una bola de color
naranja. Allí creció mi primer gato, que se llamo Telémaco y más tarde resulto
una dama cariñosa, que no dejaba de parir. Madrina olía a comida, a café,
a cigarros; y cada rincón de la casa tenía su huella de animal cansado,
sabedor del mundo. Algunas tardes los muchachos jugábamos parchís. Ella era mi
pareja. Me exasperaba con su torpeza y lentitud. Perdíamos casi siempre por su
culpa. Nunca se casó. Su frase favorita era: soy señorita, pero de las de
verdad. Tuvo a su cuidado durante toda su vida, niños perdidos en el laberinto
de parientes y vecinos, que con el tiempo y la costumbre nadie
preguntaba por sus orígenes. De esa forma crecíamos, entrando y saliendo
de su casa, pidiendo y exigiendo, contando con ella, sabiéndola dispuesta a
complacer y a dar. Daniel fue su último niño. Se quedó en su casa después que
Paco, su hermano menor, preñó a una mujer retrasada mental y la madre se apareció
una tarde con la hija boba y un bebé color café con leche, que se retorcía
debajo de una frazada, cubierto de mierda y vomitando.
Madrina lo acunó en sus brazos de leona vieja y despidió a la madre y a la
vieja: este que esta aquí es de mi sangre, váyase tranquila que aquí
no le faltara un pomo de leche, les dijo. Daniel comenzó a crecer bajo su
sombra tibia, limpio y rollizo como un tronco de ébano. Cuando el primer doctor
le pronóstico un severo caso de retraso mental donde no había nada que hacer,
se levantó indignada, cargando al niño y salió de la consulta diciéndole al
doctor: como que me llamo Hilda Martínez, le digo a usted que yo encamino a
este vejigo. Esa frase la incorporó a su repertorio de anécdotas sobre los
avatares de su vida "pura y virgen, pero de las de verdad". Comíamos
desperdigados por toda la casa porque no había mesa de comedor. Podía
llevar el plato a la cama, en el piso, debajo de la mata de naranja agria o en
el alero de la ventana con la misma libertad que me daba para todo. Su
casa era un campo interminable de juegos, donde varios muchachos entrabamos y salíamos
a nuestras anchas. Cuando fui creciendo, vi la rivalidad secreta entre mi madre
y ella por mí. Pero la convicción del cariño sin fronteras, las mantuvo en una
paz calculada y cómoda. Recuerdo los "batilongos" como ella los
llamaba, con que se vestía. Cualquier tela miserable bastaba, mientras
buscaba y peleaba para darnos a todos lo mejor que podía. Siendo ya un
adolescente, una tarde la arrastré casi a la fuerza hasta Coppelia. Nunca antes
había ido. Me sentía orgulloso viéndola sentada conmigo en la mesa,
nerviosa, tímida, tomando helados pagados por mí. Durante todo el paseo no dejó de hablar y preocuparse por Daniel, que lo había dejado al cuidado de una
vecina. Después fuimos al Cementerio Colon para que visitara la tumba de sus
hermanos muertos y cruzamos la bahía para ir al pueblo de Regla, porque ella quería
pedirle algo a la virgen. Recuerdo su pelo blanco como se alborotaba con el
aire del mar y su mirada perdida ante tantas maravillas. En la iglesia, habló con la virgen, negra como ella, como lo hacía con las vecinas del barrio,
pidiéndole que cuidara a Daniel en su ausencia, porque todos sus otros niños tenían
a alguien que los protegiera. Recibí una carta hace muchos años estando aquí en
esta ciudad, que me contaba su muerte en un hospital. Nunca me he podido librar
de la sensación de desamparo que dejó. Y hoy, que no creo en nada, la llamo en
mis momentos mas difíciles y estoy seguro que sus manos retorcidas y cansadas,
me acunan como solo ella, "Virgen de las de verdad", supo
hacerlo siempre, inolvidablemente.
Muy bonito. Es una narración que deja en uno suaves perfumes de calor humano, de tierno cariño.
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