Dice mi madre que me cagué cuando me sacaban de su vientre. Puede ser verdad, siempre he sido un cagón. A consecuencia de eso y la infección que cogió, no pudo tener más hijos, y así me crié solo. Esa fue mi primera victoria hacia la independencia total.
Nunca me gustó
jugar con otros niños, y cuando me obligaban a hacerlo, me apartaba, jugaba
solo con mis cosas, y si alguno se acercaba, gritaba, los golpeaba o mordía.
Creo que únicamente mi madre me quería un poco, porque mi padre desapareció de
la casa después que me cargó en sus brazos solo una vez y no pudo dormir por
tres días seguidos. Al cuarto, salió de la casa y no supimos nada más de
él.
Madre hay una
sola, padre puede ser cualquiera, decía mamá, y si ella lo decía, tenía que ser
verdad. Cuando comencé a ir a la escuela me busqué muchos problemas por mi
forma de ser. Comenzando por la maestra, pasando por el director y los
compañeros de clase, todos querían que me comportara como ellos, que fuera
amigo de los otros alumnos, que participara en sus juegos estúpidos, y nada de
eso me importaba. No entendía, como no lo entiendo ahora, por qué las personas
quieren que uno sea como ellos. Rápidamente llegué a la conclusión de que debía
ceder en uno o dos detalles para poder pasar por ese período sin que me
jodieran tanto: respondía a todas las preguntas de la profesora, hacía las
tareas puntualmente, y en los exámenes era el primero en terminar; cuando los
muchachos formaban alboroto, permanecía callado y tranquilo porque era la única
forma de librarme del castigo que se avecinaba. Por lo menos, con la maestra
evitaba algún problema mayor.
Logré ser
el alumno más aventajado de la clase, porque todo lo que tenía que estudiar era
tan tonto, tan obvio, que me sorprendía al ver cómo los otros muchachos pasaban
trabajo con los sencillos problemitas de matemática o para recordar alguna cosa
de otra asignatura.
Así llegué a la
secundaria. Mientras todos se juntaban en hordas vociferantes, yo seguía
apartado, sin preocuparme en lo más mínimo por las muchachas, ni por sus culos,
ni por sus tetas, que era todo lo que a los otros les comía el cerebro. Era de
lo único que sabían hablar, y por ese motivo abría mi boca solo lo
imprescindible para que no me tomaran mucha rabia, cosa muy peligrosa cuando
están en manadas y se sienten fuertes.
Pasé la
secundaria sin muchas historias para recordar. Después el pre-universitario y
llegué a la universidad con las mejores calificaciones.
Allí comenzó
otra etapa de mi vida. Realmente tan simple como las demás, pero teniendo que preocuparme
por mi madre, que envejecía y necesitaba cada día más de mis cuidados. No me
desesperé, tomé las cosas con calma y la ayudé en lo que pude, pensando que de
alguna manera ella fue la única persona que hizo algo por mí. Calculé el tiempo
que todo este trastorno me llevaría. Era algo que tenía que pasar, y
pasó. Mamá murió, y me vi libre de consultas de médicos, hospitales,
pastillas y quejas constantes. Recuerdo que me preguntaba cuando regresaba del
entierro si de veras me importaba algo, o mucho, o si pasaba a ser alguna etapa
natural por la que tenía que transitar, como tantas otras cosas. No llegué a
una respuesta definitiva.
Comencé a
transformar la casa en un lugar habitable para mí. Regalé todas las
pertenencias de mamá; a los vecinos insoportables y entrometidos les
entregué varios de los muebles que no iba a necesitar, el noventa por ciento de
los trastes de cocina que ella acumulaba y que no sabía ni para qué se podían
usar. Regalé adornos, muñecos horribles, cuadros con paisajes aburridos,
lámparas innecesarias, y al fin todo quedó como a mí me gustaba. A una vieja
que hablaba con mamá le regalé la jaula con los canarios, y no entendí muy bien
lo que me decía llorando y queriéndome abrazar. El contacto físico con otras
personas me molesta y me repugna.
Al fin la
casa casi vacía, con los trastes estrictamente necesarios, y todo quedó
perfecto. Con las fotografías, tuve mis dudas. Flaqueé un poco ante los álbumes
que mamá guardaba con tanto esmero. Miré, las revisé todas, observé con calma a
los familiares desconocidos, reconocí a algunos, y vi en ellos algunos rasgos
míos. Tenía muchas fotos de mi padre, mi padre cargándome cuando acababa
de nacer, mi padre montando a caballo, mi padre embadurnado de aceite cerca de
un carro, mi padre besando a mi madre, mi padre con un perro horroroso que
miraba con mucho cariño. Todas las boté. Eran un estorbo y las tiré al latón de
la basura. Solo conservé algunas de mamá, pocas.
Y desde ese
momento vivo solo. Gano mucho dinero por hacer algo que me parece muy estúpido,
que estudié porque no tenía otro remedio, y además calculé que para vivir sin
que me jodieran tenía que tener una solvencia económica para no depender de
nadie ni tener que pedir, que es lo peor y lo más frustrante. Sin saber muy
bien por qué, me he visto impulsado en mi trabajo a cargos mayores que nunca
había deseado ni hecho nada para merecerlo. Soy cuidadoso con mi
vestuario no porque me interese, sino porque no se puede imponer respeto con
una ropa barata. Pienso que los que están debajo de mí deben de estar
convencidos de que están en esa posición. Los hombres y mujeres que tengo
a mi cargo en el departamento que dirijo me respetan y obedecen las órdenes que
imparto. Eso creo. La verdad es que no me interesa lo que ellos piensen o dejen
de pensar sobre mí. Sigo las reglas y las hago cumplir, porque es lo que tengo
que hacer para mantener mi estatus y ganar lo que gano. Ellos pueden quedarse,
irse, o explotar, y me importaría un bledo. Con una palabra amable, una
sonrisa mínima y la distancia necesaria, saco de todos ellos lo que quiero y se
sienten más cómodos en sus puestos para rendir una mejor labor.
Solo a
María, mi secretaria, le permito ciertas intimidades, como contradecirme en
algunas cosas, faltar a trabajar si me miente diciendo que su hijo está
enfermo, que se demore algo más de lo estrictamente necesario cuando sale a
almorzar; porque es con ella, una o dos veces al mes, que nos vamos a mí casa y
nos revolcamos un poco. Después se va por el mismo camino y yo, tranquilo,
aliviado de su presencia, que no deja de ser molesta al cabo de un rato.
Hoy cumplo 41
años. Estoy frente al espejo. Todavía me veo joven. Soy delgado, el estómago
plano, buen plante en general. Algunas canas sí, pero nada de qué preocuparse.
¿Y por qué me preocupo? Vivo como siempre quería. He podido apartar a todos los que
han tratado de remover mis cimientos; puse barreras ante las cosas que pudieran
hacerme molestar, ante todo lo que no me importaba. Y aquí estoy, recordando a
Ana.
Desde el mismo
instante que la vi parada en el umbral de mi puerta, el bombillo rojo de la alerta se
prendió. Ana = problema = alerta roja. ¿Quién era Ana? Ni yo mismo lo
sabía. Creo que tampoco ahora lo sé. Ana es... una mujer que tocó a mi
puerta y abrí. Con un torrente de palabras que me aturdían y que comprendí a
medias me explicó de dónde venía, cuáles eran nuestros lazos familiares, y que
llegó a mi casa porque no tenía a nadie en esta ciudad, que
"venía a hacerse alguien", y que "no me molestaría en lo absoluto".
Aturdido por su verborrea interminable, creo que entendí que era hija de un
medio hermano de mamá que jamás había conocido y que nunca estaría interesado
en conocer, y la dejé dormir en el sofá de la sala. Encabronado y
hablando solo, subí a mi cuarto y clausuré la puerta por primera vez en mi
vida. No pude dormir. Saber que Ana estaba abajo me molestaba, sentía que en
algo me equivocaba.
Cuando bajé
para ir a la oficina ella todavía dormía. La mochila que trajo a sus espaldas,
tirada con descuido y abierta, la ropa desordenada en el suelo y sobre una
silla. Con cautela me acerqué y la observé. Dormía de lado, abrazada a un
cojín, y el pelo sobre la cara le daba un aspecto juvenil y algo descuidado. Un
brazo le colgaba fuera de las sábanas, y vi cómo en la muñeca llevaba varios
brazaletes de cuero y algunos de telas de colores. Los labios entreabiertos se
estremecían por instantes como si soñara.
Mientras
me tomaba el café, volví a mirarla y decidí que cuando regresara del trabajo
hablaría con ella y conversaríamos sobre el momento en que tendría
que irse. Así me fui más tranquilo. Haber llegado a esa conclusión me daba la
seguridad de que no perdía mi rumbo, de que todo estaría como siempre he
decidido.
Pero volví y no
le dije nada. Ella caminaba por la casa como si todo el espacio le
perteneciera, y yo la observaba disimuladamente, entre molesto e
intrigado. ¡Cómo hablaba! Todo el tiempo me contaba cosas, me contó de su
familia, de "nuestra familia", así decía, de dónde vino, de sus
estudios, de sus deseos, habló de películas horribles que a ella "la
volvían loca", porque parece que todo la "vuelve loca". La
música que le gusta "la vuelve loca", la comida de aquel restaurante
"la vuelve loca", el desprecio de aquel novio "la volvió
loca". Loco me estaba poniendo ella a mí. Respiraba su perfume por
todos lados, la casa entera olía a ella, veía sus cosas en desorden y trataba
de controlarme.
Comencé a
calcular como hago en todos los trances de mi vida, y me dije que esto también
sería pasajero, un tiempo prudente para ayudarla a tomar su rumbo, y Ana....
puedes tomar tus cosas y adiós. Así sería.
Pensando de esa
manera, pero alterado, confundido, dupliqué los encuentros con María, que
estaba encantada de ir conmigo a diferentes moteles, ya que mi casa había sido
tomada por Ana... esa loca. Pronto tendría que irse con su risa y con su pelo y
su olor y sus colgajos y sus zapatos estrambóticos y su música y sus comidas
horribles. Si, tendría que irse, me decía a mí mismo mientras embestía como un
animal salvaje a María, que gritaba de placer y decía que me amaba y que
dejaría a su marido para estar conmigo nada más. Pero eso lo decía siempre que
iba a llegar al clímax, y ya no me preocupaba; que dijera y gritara todo
lo que quisiera, la muy puta.
No recuerdo en
qué momento comencé a vigilar a Ana. Creo que nunca se dio cuenta de nada
porque vivía en su mundo personal donde todo fluía sin el menor tropiezo.
Parecía no preocuparse por nada. Alegre todo el tiempo, llegaba con su torrente
de palabras tarde en la noche, y sin sospechar por qué aún estaba despierto,
iba a la cocina, se preparaba una ensalada, unos huevos cocidos y con la boca
llena, hablaba y hablaba sin esperar respuesta alguna, sin preguntar nada
de mí, sin interesarse para nada de lo que era mi vida. Ana y su mundo.
Yo y mi mundo, y Ana.
Llevaba una
agenda con sus salidas, sus llegadas. Las comidas que hacía en casa, las horas
del baño, la ropa sucia acumulada, revisaba sus panties buscando algún
rastro, miraba en su cartera, contaba su dinero, le saqué fotocopias a la
licencia de conducir, a su Social Security. Trataba de escuchar sus
conversaciones telefónicas. Me levantaba a hurtadillas para verla dormir. En
algunas ocasiones hui de la oficina con cualquier pretexto para pasar por algún
lugar donde pensaba que ella podría estar; besaba sus zapatos, su
almohada, revisaba sus perfumes, me lavaba los dientes con su cepillo dental
con la sensación de que el suelo se me movía a cada paso, de que el
descontrol era imposible de controlar.
Esta mañana,
después de templarla enloquecidamente, le dije a María que no íbamos a vernos
más como amantes. Lloró, gritó, me dijo maricón, me golpeó en la cara,
pero ni una pestaña se movió en mi rostro. Me sentí dueño del control de mi
vida, como antes. Inventaré alguna situación para poder despedirla y después
respiraré más aliviado. Volveré a ser lo que era... No más el estorbo de una
secretaria histérica y peligrosa. Todo
otra vez en su lugar… ¿y Ana?
Volvió a mi
memoria como un garrotazo en plena nuca. No sabía qué hacer. No sabía si
decirle o callar. Ante ella no sabía nada. Su sola presencia me anulaba. Todo
por lo que había vivido, todo lo que había controlado, construido, organizado,
se derrumbaba ante la barahúnda de su paso por la casa. Porque Ana siempre
estaba de paso. Ana era imposible de retener. A esas conclusiones llegaba
mientras un sentimiento extraño me invadía y me descontrolaba.
Esta
noche le hablaría, no dejaría más alagar ese momento. Todas las horas que pasé
en la oficina las gasté pensando en lo que iba a decir imaginando cómo iría a
reaccionar. Ana, Ana, Ana. Su nombre se repetía en mi mente. Control. Hoy
sería el momento, decidí una vez más para darme ánimo.
Llegué a casa.
Ana me esperaba en la sala con la mochila en el suelo, dos bolsas junto a ella,
y del mismo modo como me habló todo este tiempo, sin esperar mi respuesta o
preguntarme alguna cosa, me dijo, más bien me disparó a la cara, que se iba,
que ya había encontrado un lugar donde vivir con un muchacho que conoció, y
dándome un beso en la mejilla, abrió la puerta y se fue.
No sé cuánto
tiempo quedé en la misma posición, sin mover un solo músculo, mirando atontado
hacia la puerta cerrada. No recuerdo si dije algo, si pensé en algo. Solo
recuerdo que corrí una silla que estaba salida de la mesa del comedor, y que
después subí a mi cuarto.
Todavía con el
golpe de la puerta al cerrarse en mis oídos, estoy frente al espejo,
observándome, pensando, desistiendo, tratando de llevar hacia un plano pasado
la invitación por mi cumpleaños que iba a hacerle a aquel restaurante "
que la volvía loca ", la película horrible "que la volvería loca
", y calculando cuánto tiempo me tomará para que las cosas sean como
antes, para que el suelo vuelva a ser firme, y pueda comenzar el proceso del
olvido de Ana.
Agosto 28, 2012