Sunday, September 22, 2013

El diario (tercera parte)


Decidí acercarme y hablarle. Ella no me miraba. No miraba nada en particular. Sentada frente a la pared, se balanceaba.
─ ¿Cuánto tiempo llevas aquí?─ le dije.
Podía haberle preguntado su nombre, o de dónde era, o quién era su doctor, pero todas esas preguntas me parecieron estúpidas. También me pareció estúpida esta, pero fue cuando ya la había dicho.  No me contestó. Como si yo no existiera, siguió balanceándose.
Vi al escaparate. Llegaba de la calle, y en la mano izquierda, no, en la derecha, traía agarrado el casco azul brillante con unas finas líneas doradas. No dejé que me mirara a los ojos, y disimuladamente viré la cara. Pasó por mi lado y aquel tesoro azul casi me roza una mano. Después entró al lugar donde María, las otras enfermeras, los escaparates y algunos doctores, toman café, calientan espaguetis en el microwave, se ríen, se vuelven a reír, y después lavan los contenedores plásticos y las cucharitas y los tenedores, y los secan con papel toalla, y vuelven a tomar café y a reír. Parecen muy felices riendo.
Sobre la mesa, allí, lo dejó, porque lo seguí hasta la puerta, y él me preguntó:
─ May I help you?
Y le contesté:
─ No, es que estaba buscando a María.
Y mientras lo decía, con un ojo lo vi,  brillante, poderoso, descansando sobre la mesa, llamándome.
Después di la vuelta y me senté frente a la ventana, y conté los aires acondicionados, y las tuberías, y tres hombrecitos que trabajaban en la azotea de uno de los edificios más lejanos. Miré una revista, me mordí las uñas, y observé  cómo el sol se iba ocultando detras  de la ciudad, y algunas enfermeras cruzaban el salón y decían good nite guys, y cerraban las puertas tras ellas.
Conté hasta cien, y después llegué hasta ciento cincuenta y uno. Entonces me levanté y abrí la puerta del comedor. Seguía sobre la mesa, solo, en aquella habitación, y lo alcé y me lo puse. Cuando tenía puesto el casco, los sonidos se fueron y era como estar debajo del agua, era como estar de la mejor manera jamás imaginada. Le bajé la visera, y todo se tornó más oscuro, y las paredes dejaron de ser tan blancas.
Las puertas se abrían y después se cerraban detrás de mí. Tomé el elevador, y cuando se cerraron las puertas, todo se veía oscuro, y levanté la visera para comprobar el color, y la volví a bajar antes de que llegara al primer piso.
Pasé por delante de la recepción sin mirar. Unos doctores cruzaron conversando sin verme. La puerta estaba allá a lo lejos. Sentí la voz de María llamándome. Miré hacia atrás y la vi, y vi al escaparate, y a dos escaparates más cómo se abalanzaban corriendo.
Estaba en el piso, y encima, uno de los escaparates gritaba y babeaba y los otros me agarraban los brazos y María decía, cuidado, cuidado, y después no sentí nada más.
Las muñecas me duelen porque las correas están apretadas. Tengo ganas de orinar. El techo es blanco y una lámpara prendida encima de mi cara me molesta los ojos. Orino. El calor del líquido corre por los muslos y llega al colchón.
María me dijo que no iba a tener más papel para escribir por un tiempo. María huele bien cuando me dice que no voy a tener más papeles para escribir.



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