Saturday, September 28, 2013

La ciudad en la ventana (cuarta parte)


Abrí los ojos y la luz de la lámpara que colgaba del techo me obligó a parpadear, hasta que poco a poco me fui acostumbrando. Después, al ir recorriendo con la vista las paredes, le di un halón a las correas y el dolor en las muñecas entumecidas me sorprendió. Había olvidado que estaba atado a la cama. Moví las piernas.  La misma punzada en las pantorrillas. Al mirar hacia los pies, mi amigo estaba parado frente a la cama, observándome.
No dijo nada. Me miró a los ojos y lo dejé entrar y buscar si es que algo buscaba.
─ Estoy meado, man ─ le dije.
No contestó. Conversar con él es reconfortante. Uno se siente acompañado.
─ Lo peor son las pastillas, viejo ─ continué ─ Me hacen sentir casi eufórico, con ganas de verlo todo positivamente. Es una trampa.
─ Tú ─ dijo mi amigo sonriendo ─ Tú estás tan loco como ellos.
Después se le esfumó la sonrisa y se quedó mirando a un punto sobre mi cabeza, detrás de mí.
─ Hoy me quitan las correas.
─ ¿Para qué querías el casco?─ preguntó sin mirarme.
─ No sé bien. Me atrajo, creo ─ le mentí.
Dio la vuelta y salió del cuarto.   Volví a mearme.
Al rato entraron un escaparate y una enfermera.
El escaparate me liberó de las correas y advirtiéndome que me portara bien, me mandó a bañar.
Son las pastillas, lo sé, esa es la trampa, porque cuando entré en el baño, tenía ganas de cantar y comer y oler a María. Pensando y pensando se me puso un poco dura. Tengo que cuidarme para no volverme loco. Tengo que cuidarme.
Después me vestí con ropa limpia y me llevaron hasta el comedor y me tragué toda la comida.  No dejé nada, como otras veces. Me sentía bien, la comida me gustó.
Estaban todos en el comedor y gritaban y tiraban cosas al piso y algunos lloraban. Siempre alguno lloraba. Esos eran a los que menos podía soportar. Me hacían recordar a mi madre. Es difícil recordar a mi madre.
La mujer que se balancea comía también, sola, en una mesa del fondo, y mientras se llevaba la cuchara a la boca se mantenía rígida, elegante, impenetrable.
María pasó por mi lado y me preguntó que cómo me sentía. Le dije que muy bien, y siguió caminando mientras decía:
─ Pórtate bien, chico, para que no tengas más problemas.
Su olor se quedó un instante detrás de ella y después la siguió.
Cuando llegué al salón, la luz entraba por los cristales. Mi amigo miraba,  inmóvil, hacia un punto lejano.
Me senté a su lado y estuvimos toda la tarde mirando la ciudad.



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