Mi madre me dijo: ¿cuando vas a
escribir algo para la puta que te parió? No piensen mal. No soy un hijo de
puta. Por lo menos, no en el sentido literal de la frase. Esa fue una caricia,
una forma muy particular para sumarse al entusiasmo tonto por mi blog, ese
nuevo placer por la inutilidad. Quiere que diga algo sobre ella, que la
incorpore de alguna forma a mis cosas queridas. Sentirse tocada por mí. Quiere
que acorte distancia. Que la recuerde. Quiere hablar de fantasmas que ya el
tiempo ha transformado en sombras distorsionadas. Quiere que le de lo que he
perdido. Hablamos de nuestras diferentes galaxias mientras observo perplejo las
telenovelas mexicanas que tanto le gustan. Entonces le pregunto por el
barrio y me cuenta cosas de un lugar desconocido, habitado por extraños y
esa distancia nos acerca. Me hace café. Lo tomo aunque ya a mi edad, no
acostumbro a hacerlo tan tarde por el insomnio que me espera. Le pongo en hora
el relój de pared que esperaba por mí como una trampa del tiempo para volver.
Miro el cuadro del Corazón de Jesús que le compre en un garage sale, al
que le pide diariamente por todos nosotros. Prendo el pajarito plástico que
canta y mueve la cabeza, junto al elefante de porcelana china y el cuadro de
una ninfa de redondas tetas, rodeada de alados angelitos rescabucheadores. Y le
digo mami, me tengo que ir. Otra visita de médico, contesta y siento su olor
tan rico, que me lleva a sus gavetas, a La Habana. Bajo las escaleras. Ten
cuidado, me dice. Desde el carro la miro. Dice adiós con la mano. Salgo del parqueo.
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